Estoy en la playa. Sombrilla, tumbona y libro. El agua del mar en su punto.
Llega un señor que se llama Paco con dos hamacas debajo
del brazo izquierdo y bolsa grande con toallas, comida y juguetes para los
niños. Mesita playera debajo del brazo derecho y neverita pesada en la
misma mano. Sombrillas en bandolera. Arrastra los pies por la arena y respira
profundamente con estertores de antes de morir.
La mujer de Paco que va unos pasos por
delante con su abanico le espeta que cambie la cara de asco que pone. La suegra
grita que pare un poco que padece del corazón y le va a dar un síncope. Los dos
niños revolotean alrededor del padre levantando arena. Paco lleva unos
chorretones de sudor que no se puede secar y deja un rastro. Paso pena de
verle.
Después de comer tengo siesta. La señora
de Paco y su suegra también tienen siesta mientras él hace castillos de arena
con los niños bajo el sol de la sobremesa. Las moscas se pegan a su cuerpo empapado
de sudor. Le ofrezco una cerveza fría a Paco que se la bebe sin respirar. Quiero
volver a la rutina, me dice.