domingo, 30 de octubre de 2022

El amigo.

 

  Hoy es un buen día para decir que tengo un amigo que tiene un amigo. Mi amigo es Antonio Jiménez y se gana la vida con el sudor de su frente mientras trabaja de vigilante de seguridad privada en un centro de internamiento para tratamiento y recuperación de pacientes mentales. En el centro hay un antropólogo en prácticas que afirma que son gente incomprendida y que la sociedad los ha apartado para que no molesten. No seré yo quien le haga la contraria porque igual tiene razón. El amigo de mi amigo es uno de ellos y lo llaman Crispín Torres Martín.

Cuando mi amigo Antonio empezó a trabajar en este centro para gente con problemas mentales le explicaron la necesidad y la importancia de empatizar con todos los internos para garantizar una convivencia pacífica lo más parecida a la de un hogar convencional. Así lo hizo y así les fue a todos. Pura rutina con internos medio dormidos por efectos de la medicación y con los que a veces es casi imposible mantener una conversación fluida y coherente porque muchos parece que no son de este mundo y otros que están a lo que están mientras están en babia. Mi amigo Antonio Jiménez se hizo amigo de Crispín Torres al que le hace la edad de sesenta y pico de años. Durante más de dos años han convivido horas incontables hablando de temas muy diversos. Crispín es culto. Lee prensa y libros de temáticas diferentes y en lo que más se entretiene es escuchando la radio. Le dejan navegar, de forma restringida, por internet. La mayor parte del tiempo lo ocupa en pasear por el recinto con la mirada perdida que le provoca la medicación y el aburrimiento. Unos caminos incómodos por los que avanza con temor porque se siente desubicado y no quiere perderse ningún detalle importante que pueda comprometer su estancia en el centro. Tiene un andar tranquilo y sosegado con las manos cogidas detrás o en los bolsillos de los pantalones.

Algunos años después de que se conocieran, a mi amigo el vigilante empezó a rondarle por la cabeza la incógnita del porqué estaría ingresado Crispín y esta idea fue cobrando fuerza hasta el punto de la obsesión. Le resultaba del todo incomprensible que una persona seria, responsable, tranquila, educada, meticulosa en todo y que incluso se le intuye muy inteligente esté recluida en este tipo de centro. Un día la curiosidad le pudo y le preguntó los motivos por los que estaba allí. Crispín Torres Martín, antes de contestar, miro de reojo a todas partes para asegurarse cierta intimidad mientras lo agarraba del brazo para llegar hasta un lugar más apartado. Yo era piloto de ovnis, dijo casi susurrando, y un día de hace mucho tiempo mi aparato se estrelló cerca de aquí. Quedé herido y perdí la conciencia. Al día siguiente me desperté atado a una cama de este centro y desde entonces me vigilan día y noche que, aunque no se dejan ver siento su presencia.  Lo que no saben es que nunca les diré quién soy en realidad ni los detalles del ovni que pilotaba para no poner en riesgo la seguridad de mi planeta del que además soy analista de la evolución de grandes masas de población y su futuro desarrollo en mi planeta y en el de otros si se diera el caso. Nunca más volvieron a hablar de este tema que para mi amigo el vigilante había dado un giro inesperado y curioso sobre el comportamiento del ser humano en situaciones extravagantes mientras avanza hacia una aventura desconocida.

Un día cualquiera Crispín Torres Martín estaba sentado junto a la puerta de entrada del centro para observar lo que pasaba fuera, como hacía muchas veces, cuando un coche dio un quiebro en la misma entrada y perdió el control estampándose contra el pilón que sujeta la barrera de apertura automática que se rompió al instante. El ruido fue grande y desde el mismo momento acudieron asistencias para atender al conductor conmocionado que a duras penas podía explicar lo sucedido. Cuando llegó la policía empezó a recabar información entre los presentes para realizar el correspondiente atestado. Hicieron un croquis con más o menos acierto conforme a los testimonios de los transeúntes y también incluyeron unas mediciones de algunas marcas sobre el pavimento y fotografías del coche accidentado desde distintos ángulos. Todo en su conjunto no se entendía y parecía inverosímil. Crispín escuchaba y observaba a cierta distancia hasta que decidió acercarse para dar su versión de lo ocurrido a la policía, pero el director creyó que no era oportuno y así lo manifestó reiteradamente porque llevaba internado muchos años y sólo aportaría más confusión. Deje que se exprese dijo el policía de mayor rango de forma enérgica.

Empezó a relatar lo ocurrido sin suposiciones, ni conjeturas, ni sospechas y con total seguridad. El coche ha llegado a la entrada a una velocidad razonable de once kilómetros hora y al iniciar la curva se ha escuchado un chasquido seguido de un golpe seco debido a la rotura del eje transversal justo en el punto de unión con el pivote que sujeta y une la amortiguación con la rueda delantera izquierda lo que ha provocado que el conductor perdiera el control del vehículo. Cuando ha intentado girar el volante para esquivar el pilón de la barrera la rueda delantera izquierda ya estaba suelta y ha arrastrado el coche de forma lateral hasta que ha chocado. Esta es la marca de los neumáticos, señalaba con toda precisión y fíjese que no hay marcas de frenado porque al conductor no le ha dado tiempo. Ha sido un accidente del todo fortuito. Contestaré a todas sus preguntas gustosamente y si tienen un programa informático adecuado lo podrán comprobar fácilmente introduciendo los datos y provocar una simulación.

No era normal ni frecuente encontrar un testigo tan preciso. Los policías no daban crédito mientras se agachaban para enfocar con las linternas debajo del coche dando por cierta y rigurosa la versión de Crispín Torres. El director seguía insistiendo en que el interno estaba en tratamiento y no había mejoría en su estado mental desde el día que ingresó hace ya mucho tiempo. Dice que es de otro planeta, que tripula ovnis y que está esperando que vengan a buscarlo en cualquier momento. No vamos a cuestionar un testimonio tan veraz porque esté ingresado en un manicomio, espetó el policía y añadió, con sorna, que no entendía que necesitara estar ingresado y en tratamiento mientras esperaba que vinieran a buscarlo y que visto lo sucedido bien podría esperar fuera con total libertad. Conozco a otros que tienen mayor necesidad de plaza y que podrían ocupar perfectamente su lugar aquí dentro. De todas formas, estará a disposición del juzgado por si se requiere ampliar su testimonio.

Dice mi amigo Antonio Jiménez, el vigilante de la seguridad privada que pese a todo lo ocurrido, Crispín sigue internado y tomando pastillas. Que sigue deambulando tranquilo por el centro con las manos cogidas detrás o en los bolsillos de los pantalones jugando al despiste con las cámaras de seguridad y el resto de personal que allí trabaja. Me asegura que tiene muchas dudas sobre la verdadera identidad y la de su pasado y que esto le desconcierta. Todos tenemos nuestras raíces en alguna parte, manifiesta Crispín a menudo desde sus miedos más íntimos. Yo conozco las mías y algún día volveré a ellas por muy incómoda que sea esta verdad.  

Esta historia extravagante sobre la condición humana es real. Me la ha contado mi amigo Antonio Jiménez con todo lujo de detalles. No se trata de una fábula o una leyenda ni siquiera un pedazo de irrealidad relevante en una estructura social básica y en construcción que se vive a diario en esos centros para tratamiento de enfermedades mentales.

domingo, 23 de octubre de 2022

El cuadro. (microrrelato)

Las olas amanecen con su tozudez de costumbre desde las profundidades donde nadie ha alcanzado a ver. Mientras van llegando a la orilla de forma ordenada se hacen tan grandes y altas como unos monstruos mitológicos que llegan a, solo un paso, de las rocas de la orilla que preceden al acantilado, y desde su altura se tiran con toda la fuerza que la naturaleza les ha dotado provocando un bramido mientras se rompen en millones de gotas y espuma. El sol rebota en ellas y aparece el arcoíris que por unos momentos brilla sobre la inmensidad del mar.

Así es el cuadro al óleo que destaca en el recibidor de casa.

sábado, 22 de octubre de 2022

La casa.

 

Me contó mi padre, que en paz descanse, un día de hace algunos años, mientras tomábamos café en un bar situado en la misma plaza mayor del pueblo. Me contó, decía, que había un chaval que se hizo mayor y que se llamaba Sinforoso Rodríguez. Tenía un caminar extraño por una cojera producida a causa de romperse el tobillo en una caída cuando hacía la mili y la guerra en una época pasada de la que no haré mención. Además, le había provocado una joroba desproporcionada.

Un día dibujó de una casa en uno de esos papeles arrugados de envolver cosas para enseñársela al alcalde. A éste le gustó y le dio permiso para que la construyera. Así sin más preámbulos que es cómo se hacían las cosas antes. La casa estaba situada en un bonito paraje del entorno natural del pueblo donde había nacido Sinforoso y también mi padre al que conocían por el diminutivo de Tono. Todo esto ocurrió cuando llegó de hacer la mili y la guerra. Empezó la obra que antes he mencionado, colindante con la de sus padres y con la que compartían un pequeño huerto con un corral con gallinas además de una casita de aperos medio destartalada. La casa tenía los muros gruesos de antes. Esos que insonorizaban el ruido para darle espacio al silencio. Que no dejaban pasar el frío del invierno ni el calor del verano y tampoco el paso del tiempo porque los muros eran muy gruesos.  

Estaba situada en lo alto del pueblo a la que se accedía por un camino de tierra y piedras en precarias condiciones. En verano era un desierto de polvo, pero en invierno, cuando llovía, tenían que pisar un barro espeso que les dificultaba la llegada.  Situada a unos escasos cinco minutos, a pie, del centro del pueblo donde se encontraba el ayuntamiento y la iglesia parroquial además de un convento de clausura de las Hermanas Clarisas. Desde este alto se podían ver grandes extensiones de campo y viñedos. Algunos días los sembrados estaban alisados y de color verde y otros, los cereales componían grandes olas movidos por el viento.

Casi dos años le duraron las obras a Sinforoso Rodríguez hasta que terminó la casa. Le quedó muy confortable y bonita de ver por fuera con un porche en la entrada principal con macetas de plantas aromáticas y flores diversas coloreadas. Unas ventanas en la parte posterior con unos portones pintados de color tierra y unos visillos trasparentes que el viento hacía movía a su antojo y que los mantenía más tiempo fuera que dentro de la casa. Un punto de unión entre el pueblo y el bosque que estaba justo detrás y a continuación del camino de tierra y piedras. En un lateral había un terraplén de matorrales y chumberas donde estaban las gallinas.                                                                                                                                         

Se ganaba la vida arreglando bicicletas en un pequeño taller céntrico entre la librería y la farmacia y justo enfrente de la tienda de alimentos. El negocio era próspero porque las bicicletas eran el medio de transporte más común por aquellas fechas. Un oficio que aprendió en el ejército en sus ratos libres cuando las escopetas callaban. Sinforoso era alto y robusto y hablaba de una forma tranquila porque también paseaba una sordera que agarró del ruido de los cañonazos. Algunas noches se despertaba pensando en aquellas cosas. La conciencia tiene memoria y hay cosas que no son fáciles de olvidar. Mi padre, Tono, le conocía bien y siempre que podía le proporcionaba un poco de ternura silenciosa. Después de los días de trabajo duro que podían durar hasta las tantas de la tarde se acercaba al terraplén y miraba el horizonte aprovechando que el día estaba despejado y el sol terminaba de ponerse. Cuando la oscuridad empezaba a rodearlo se recogía en su casa para un merecido descanso.

El alcalde acudía a menudo por aquella cuesta de tierra y piedras para ver como avanzaban los trabajos de construcción de la casa y ya de paso, Sinforoso, le obsequiaba con algún licor destilado de esos que perfilaban la nariz, templaban los nervios y mataban los microbios además de que les soltaba la lengua y se ponían a largar todas las intimidades que no se podían contar. Después de un tiempo removió la tierra para construir un pozo de agua fresca y que luego guardaba en un lugar fresco de la casa. Con la tierra que sacó aprovechó para allanar el huerto y agrandarlo un poco para así poder sembrar más cosas. Mucho trabajo realizado en silencio por su sordera y porque era necesario oír la calidad y las cualidades que hablaban la piedra y la madera de ellas mismas. El sonido ambiental lo ponía, a veces, el viento cuando maltrataba lo que encontraba a su paso.

El día que terminó la casa pudo saborear la satisfacción del trabajo bien hecho que siempre aparece en casos como éste. Como es tradición el párroco vino a bendecirla aprovechando que era fiesta mayor porque celebraban la festividad del santo patrón coincidiendo con la cosecha y la vendimia. Siguió con su trabajo en el taller de bicicletas y cuando terminaba la jornada laboral empezó a hacer vida social porque andaba en busca de una moza que quisiera compartir su vida y la casa que tanto trabajo le había costado. Le resultó difícil porque le faltaba costumbre y horas. Nunca desfalleció de ese empeño.

Un día muy lejano de todo esto que he contado, al alba, su alma le dejó y se fue donde sea que se vayan las almas en estas ocasiones dejando el cuerpo de Sinforoso inerte en la cama. Este día llovió con fuerza sobre el pueblo y sobre su casa, el huerto y el corral de gallinas. El campo quedó anegado un día de otoño avanzado. Se repitió el fango espeso de siempre que creó problemas al coche fúnebre que se llevaba el cuerpo de Sinforoso Rodríguez a un merecido descanso eterno y tranquilo. El párroco, en el entierro, recordó cosas de cuando era pequeño y jugaba por las calles estrechas del pueblo con el resto de los chavales entre los que se encontraba mi padre. Dijo el párroco que el alma de Sinforoso siempre habitó dentro de un cuerpo alegre y sin maldad.

Un servidor, ahora, estoy jubilado y me he vuelto un insumiso social por naturaleza y lo que me callo por la boca lo escribe mi pluma. El pueblo donde vivo es el mismo que vivió mi padre Tono y Sinforoso, pero es otra cosa y el párroco también es otro. Ha dicho, hace poco, en la homilía dominical que, “estamos en la tierra de paso con las maletas preparadas para partir en cualquier momento” como si esto fuera un albergue de estudiantes o el tercer turno de una colonia de verano. No estaban los ánimos para este tipo de citas porque uno de nosotros, la noche pasada, devolvió su alma a quien se la prestara el día que nació. Los jubilados somos vulnerables y sensibles con los amigos que nos dejan y nos da por llorar fácilmente. Tenemos apego a la vida y esas palabras nos han tocado la moral lo que se ha notado en el autocar que, como cada domingo, nos lleva de excursión después de la misa mayor. El ambiente era tristón y con aires de impotencia por ello nos hemos puesto de acuerdo en saltarnos todo aquello que el médico nos tiene prohibido durante la comida bufé y por lo que seguramente, el lunes, nos castigará de forma innecesaria.  

Se ve que con los años hemos perdido capacidades y virtudes, pero hemos ganado en otras cosas que ahora no vienen al caso. Escuchamos menos y hablamos más porque tenemos demasiadas cosas que contar y poco tiempo para hacerlo. Nos han amansado demasiado y ya no sabemos levantar la voz. Martín, desde su asiento en el autocar ha dicho medianamente alto y con una voz de falsete que el párroco también tiene una plaza interina en la tierra. Éste se ha girado y ha mirado todos los asientos de cada fila de todo el autocar para ver si daba con el que ha hablado. A cierta edad los días desgastan mucho y se llenan de recuerdos que construyen razonamientos absurdos por lo que un poco de sordera es buena para dejar de escuchar ciertas cosas.

Andamos entre sombras y penumbras por culpa de los ecos que llegan de tiempos pasados en los que vivían Sinforoso y mi padre Tono.  Algunos piensan que lo mejor está por venir en otro sitio más grande donde cabremos todos y donde seremos tan felices como las perdices después de este peregrinar por senderos que no conducen a ninguna parte. Que este otro lugar que nos espera será el definitivo y no hará falta que tengamos las maletas preparadas. Otros pensamos que lo único que nos queda es reposar en la tierra que nos vio nacer y al lado de nuestros antepasados y a eso aspiramos.  Somos expertos en librar batallas por eso nadie quiere salir en prensa en la sección de los obituarios para que no piensen que somos desertores.

Por cierto, soy el hijo de Tono y no podría jurar que esta historia ha ocurrido en este pueblo porque la memoria me falla. Pero tampoco podría descartarlo.

 

viernes, 21 de octubre de 2022

Bergantinos de San Juan

 

          Cada vez que me encuentro intelectualmente escaso me deprimo. La lucidez no dura todos los minutos de la vida y por eso tengo que ir acostumbrándome. Uno sólo es brillante a ratos. Y así sin más, como quien no quiere la cosa, vamos finiquitando otro día de otro mes estival de este año. A mí me conocen como el poeta de Bergantinos de San Juan. Nací aquí porque andaba buscando las huellas de lo justo y resulta que lo encontré en este pueblo costero con encanto, bañado por el cantábrico y del cual me hice dependiente. Ahora voy con pantalón corto y camiseta, pero en invierno suelo abrigarme con un jersey grueso de cuello alto de color azul marino y un chaquetón los días de mucho frio. Me gusta caminar sosegado por las calles estrechas del pueblo y por las anchuras del muelle. Es la nueva ágora de las tertulias de madrugada anticipándonos al día y que mantenemos algunos amigos con afinidades literarias y gustos por la mar, las aventuras y los naufragios. No hace mucho tiempo que conté cómo fue que Francisco Alonso al que todos conocen por Fran el del kiosco le contó a Rafael Martín que es ciego y vende cupones que Cristiano Ronaldo no es negro por muchos regates y filigranas que haga y por muchos goles que meta. Rafael, el cuponero, es ciego desde hace muchos años y le gusta el fútbol a rabiar. Antes de perder la visión era un incondicional de Pelé y ahora piensa, con su atrevimiento inocente, que todos los jugadores buenos son negros.

          Rafael el cuponero es un amante del futbol, como ya he dicho, pero también es un consumado hombre de mar. Toda su infancia y juventud dedicando tantas horas a la pesca, a pasear por la playa, el muelle y todo aquello que tuviera relación con la mar y su color azul como los días buenos. Es un hombre de constitución delicada, viste de manera cómoda y con una estatura medianamente alta, cabello corto y barba de unos días, de rostro sonrosado y ojos claros y azules como la mar cuando casi llega al horizonte. Gesto complacido y semblante de reflexionar todo lo que escucha y se imagina. Se muestra inteligente y con una expresión neutra. Reservado al principio, pero muy hablador cuando ya te conoce. Rafael no es dado a las bromas, pero tampoco es un malhumorado. Gusta de estar siempre en compañía, aunque sea de la mar. Es educado, respetuoso, agradecido y concentrado en sí mismo. Un ser totalmente inofensivo.

          Creo que ya he dicho que Fran es el dueño de la única papelería que hay en el pueblo con encanto situado junto al mar. Librería, útiles de escritura, revistas varias de esas de leer y cotillear. Los niños también frecuentan el kiosco en busca de chuches, canicas, cromos, juegos, cómics y cosas así. Sólo cabe Fran y poco más. La verdad es que tiene más género fuera que dentro resguardado por una marquesina o toldo plegable que protege el género y ahora, además, ha puesto una de esas neveras con bebidas frescas, gusanos de pesca y sardinas para carnaza. Los días que llueve poco o mucho, como hoy, pone un plástico por encima. Que casi todo es de papel y si se moja se echa a perder.

          Estudió ciencias empresariales porque le gustaba a su padre. Luego amplió conocimientos con unos cursos en Literatura Hispánica y Filología porque es lo que le gusta a él y, además, con la economía se sentía un poco encorsetado. Dedica tiempo a desempaquetar, colocar cosas en su kiosco, hacer recados y dar conversación. Es hablador compulsivo de esos que enganchan porque su trabajo es vocacional y además sabe contar las historias de forma contundente. Son historias de aventuras del mar, por supuesto, y otras de la realidad. También sabe escuchar y entre una cosa y otra y un día tras otro va acumulando conocimientos, sabiduría y experiencia. Que los días pueden ser largos o cortos según se presente la clientela y el tiempo. La caja corre a cuenta de periódicos, revistas, alguna fotocopia y útiles de escritorio junto con algunas cosas de las artes de la pesca. Pero dónde le dedica más tiempo y pasión es a las novedades editoriales que lee y recomienda a la clientela porque la conoce. Sabe a quién venderle sus productos. Si un libro no lo tiene te lo consigue en cuestión de horas. Mantiene un especial interés por autores clásicos y poco conocidos que escriben sobre la mar que es el tema que más interesa entre la gente del pueblo con encanto al que me estoy refiriendo y que se llama Bergantinos de San Juan. Él difunde cultura desde el kiosco. Incluso en verano que los pequeños tienen vacaciones y disfrutan del tiempo libre, cuando llega la noche y el sol se ha puesto, cierra el kiosco y acude a la esplanada del muelle donde cuenta una historia de marinos aventureros durante unos diez minutos. Ahora mismo, además de los chicos también viene gente de más edad y muy mayor que disfrutan igual. Ése es el perfil de Fran.

          Para realizar este tipo de trabajos es preferible tener un carácter tranquilo, sosegado y paciente como el horizonte que observamos desde la farola de luz verde que hay justo en la bocana del muelle al final del paseo marítimo. Tiene tiempo para todo porque no lleva un reloj que le controle las horas y las cosas que hace. Todo le dura el tiempo justo y adecuado según el tema. No tiene ninguna prisa, como la naturaleza misma. Por supuesto no es rico de dineros, pero tiene lo suficiente para ser feliz y vivir desestresado. En algún momento tuvo que hacerse cargo del negocio porque él iba para otra cosa. Se lo dejó su padre que enfermó de esas cosas que te matan por dentro poco a poco y en silencio, aunque no se nota por fuera. Le cogió gusto al asunto y lo ha ampliado hacia la acera con uno de esos toldos llamativos que llevan el nombre de, “El kiosco de Fran”. Todavía se puede leer el nombre de “Bocarte” que es el que le puso su padre y que ahora está tapado con una lona fina. El kiosco de Francisco Alonso parece una tienda en construcción. Como una mar a medio crear con algunas especies de animales marinos. Un reino privado donde paramos todos en algún momento del día porque nos viene de paso. Muchas veces le hemos dicho que cambie el nombre por “Kiosco del mar” o “El Kiosco de Bergantinos” del cual él es el capitán. Pero no nos hace caso.

          Algunos habituales nos paramos cada día a conversar un poco de todo y de nuestras cosas de jubilados que vivimos cerca de la mar. Siempre tiene algún subrayado o nota al margen a mano para exponer y razonar y que nos llama poderosamente la atención. Si tienes alguna noticia importante se la comentas y la difunde. Francisco Alonso es eco, faro y referente en el pueblo. No habla de chismorreos, ni de política ni de religión. Que también son chismorreos. Si sale el tema te manda al bar de Pepe, educadamente, a tomar algo o a contar las olas que llegan en un minuto y zanja el asunto. Una vida sosegada entre la pesca, los paseos, las conversaciones, los ratos entre horas, los encuentros con los otros para protegernos con recuerdos de la infancia y esas cosas típicas que diariamente suceden en un pueblo pintoresco situado cerca del mar. Sólo las buenas palabras y los buenos modos son compatibles con el aire que se respira en su negocio, en el muelle, en el pueblo y en la mar.

          Uno de sus más fieles es un filósofo, escritor, profesor de universidad y abnegado marido de una portera de un edificio importante de la capital. Señor de semblante serio. Esta mañana le estaba diciendo a Fran que no tenía la seguridad de que fuera bueno tener que vivir siempre debajo del cielo. Tener que mirar siempre hacia arriba para verlo. No sé qué haremos el día que se encapote mucho y tengamos que agacharnos para caminar. Y Fran le sonríe a gusto. Hoy cuando ha empezado a llover las nubes se han aliviado y han subido un poco. Menos mal. A veces se le moja el alma y cuando se seca, se le encoge tanto que le cabe en un puño. Dice que escribe un artículo dónde el crepúsculo del amanecer y el de la vida mantienen un diálogo con los otoños de las cosas y con los de la vida de cada uno. Cosas de filósofos dice Fran, que escucha atento.

          Están convencidos los dos de que no todos los dioses habitan en el cielo. Algunos son terrenales, pero con poderes limitados. Otros viven en la mar y son eternos. Estos últimos se encargan de que el limonero que tengo en el jardín de casa florezca dos veces al año, pero este año ya ha florecido tres. Hacen que un espejo te imite a la perfección y en tiempo real. O que en la radio suene música sin que quepa una orquesta dentro de ella. Que en otoño las hojas de los árboles no caigan todas el mismo día y a la misma hora. Que el corazón pueda latir al ritmo del tiempo.  Que los pájaros hagan un buen nido para el invierno, que igual se presenta duro. Que las olas lleguen ordenadas para mecer las barcas amarradas a puerto y que las que optan por la playa puedan estirarse a gusto por la arena fina y blanca. Dicen todo esto con palabras seleccionadas y domesticadas previamente.

          Fran se ha sentado en el taburete alto que tiene detrás del mostrador y escucha. Interviene poco para no desconcentrar. El filósofo filosofando activamente como si estuviera en clase. Y la gente pasa, coge algo y deja el dinero sobre las revistas para que Fran lo recoja cuando pueda. Así estamos de entretenidos sabiendo que el tiempo sigue su curso de forma inexorable al margen de la hora que indiquen las manecillas del reloj. Y ahora va y le dice Fran que le preocupa que el horizonte esté tan lejos. Si estuviera más cerca nos invitaría a tomar un café y un orujo de Potes sobre él una tarde de verano. Esto es cosa de los dioses eternos del mar le contesta el profesor universitario de filosofía. Y añade, aquí vivimos un poco al margen del resto del mundo, pero la ciencia avanza con pasos de gigante y cualquier día de estos que se lo propongan podremos ver nuestras sombras en relieve y en color.

          Estaría bien. Como los sueños que son autónomos y tienen vida propia, aunque mucha gente no lo sabe. Los sueños existen al margen de nosotros que lo único que hacemos es meternos en ellos cada noche para soñarlos. Y Fran cambia de postura en su taburete alto de forma inconsciente porque está atento. Los sueños no deben de repetirse muchas veces porque podrían aburrir por eso es importante procurarse sueños nuevos a menudo antes de que se hagan realidad. Está escrito. Y siguen hablando entre libros, revistas, útiles de escritorio, chuches y gusanos de pesca. Se hace tarde. Otro día hablarán de los colores y de las notas musicales. De la mar y sus olas. De barcas y de pesca. De las mareas y de las sirenas que habitaron los océanos y de restos de naufragios que llegan a la costa. Las olas son la metáfora de los torbellinos cotidianos que nos procuran una existencia sublime.

          Esta mañana nos hemos reunido muchos para desayunar. Es algo que tenemos por costumbre hacer todos los días. Antes de que amanezca que nosotros somos de madrugar para no perder horas. El resto del pueblo todavía duerme. Pepe, el del bar, ha puesto una emisora con música de verano que casi no se escucha. El sol sale cuando toca y la gente se levanta cuando quiere que suele ser cuando termina el sueño. Los gorriones están apostados en las ramas de los árboles aún sin saber el nombre de éstos y bajan a por comida. Alborotan tanto como pueden. Los gorriones en verano son así. Escuchamos y hablamos para poder mantener una conversación adecuada. Hoy está mi amigo Raúl Diaz que es pescador. Tiene una barca y vive de la pesca. Cuando llega a puerto la gente se acerca a ver lo que trae y entre los del pueblo y algún otro visitante lo vende todo en un abrir y cerrar de ojos. Ese puerto que es como una mano abierta que te deja salir mar adentro y te recoge cuando llegas de faenar. Me comenta que cada día es más complicado hacer una pesca en condiciones. El mar está sobre explotado y en la lonja se paga poco además de que todos los productos que necesita para salir a faenar no dejan de subir de precio.

          Lo mismo dicen los ganaderos, los que tienen un huerto o lo que sea. Sin ir más lejos el párroco del pueblo me insinuó algo parecido. Cada día entran menos feligreses a la iglesia y dejan menos dinero en el cepillo. Y esto que se está fresquito dentro de ella. Parece que todos se hayan puesto de acuerdo en lo de quejarse. También el peluquero se queja de que la gente tiene poco interés en lucir un bonito corte de pelo. Se apañan con esas maquinillas que han comprado en el supermercado o por internet. Sinceramente creo que nos estamos acostumbrando a la crisis y no creo que esto sea bueno. Nos conformamos demasiado recibiendo empujones de todos los lados sin protestar. Somos así.

          Raúl Diaz me prometió que un día me llevaría a pescar y hoy ha cumplido su palabra. Hemos quedado bien de mañana junto a su barca. En realidad, es noche cerrada. He recogido a Rafael el cuponero para que nos acompañe. Le hacía mucha ilusión y nosotros encantados. Hemos salido de puerto con el motor, luego Raúl ha soltado trapo y ha puesto proa al horizonte. Estamos nosotros tres y el aire que nos acompaña durante la travesía. Las gaviotas también nos han acompañado hasta que han regresado. Silencio de brisa marina. El alba nos ha pillado navegando mar adentro. Mientras, tomamos el café que Raúl ha preparado mientras clarea un alba lenta que nos atrae poderosamente y luego un sol grande y radiante de día festivo. La barca no se detiene y corta las tímidas olas que salen rápidas por las amuras. Esa quietud de buena mañana seda el ánimo y se lo contamos a Rafael para que lo viva intensamente. Ya veo, dice. Y sonríe. Llevamos buenos aparejos y buena carnaza. Le hemos puesto ganas al día y a la pesca. Llegamos y plegamos la vela mientras el cuponero está sentado en la popa y atento a todo lo que hablamos y hacemos. La barca, ahora, se mece tranquila mientras Raúl me va indicando lo que hay que hacer. Me explica cómo esconder el anzuelo en la carnaza de sardina y que no se suelte.

          Ponte cómodo a este lado y me señala babor para que el sol no te ciegue. Tiro el anzuelo al agua hasta que dejo de verlo porque el cebo toca fondo donde sólo hay oscuridad y luego tenso el sedal. El brazo apoyado en la borda de babor y la mano firme y atenta a cualquier sacudida. Nada. Es pronto, digo. Acabamos de llegar. Paciencia, me han contestado. Algunos tanteos de peces pequeños que burlan el anzuelo una y otra vez y se comen la carnaza sin darme cuenta. Estamos a lo que estamos y el tiempo pasa sin ofrecer resistencia. Es un momento atemporal. Ahora sí. Algún pez de tamaño considerable ha tragado la carnaza y el anzuelo. El hilo se tensa mucho y la caña se dobla tanto que parece que vaya a romperse. Intenta desquitarse y provoca tirones y sacudidas descontroladas. Hay que recoger con calma, me indica Raúl Diaz. Que parezca que nada suelto y que viene solo. Si tira mucho sueltas un poco para que se relaje que ya se cansara. Si viene, recoges poco a poco, pero procura no perderlo. La maniobra dura un buen rato. En eso que veo a Rafael todo animado y con cara de satisfacción. Yo avalaba esta salida de pesca entre amigos porque soy un apasionado de la mar, de sus misterios y sus secretos. Sus pescadores y navegantes, sus aventureros y piratas y todo ese cartel que vive en la mar o está en los libros de aventuras.

          Tal día como hoy de hace diecisiete años Rafael Martín perdió la vista por completo y todavía nadie sabe la causa de porqué pasó. Algunos dicen que de una infección mal curada. Vete a saber. Me levanto y me acerco a Rafael para cederle la caña de pesca y que pueda sentir cómo se defiende el pez y cómo se recupera. El cuponero se emociona y huele la mar mientras le salen unas lágrimas que saben a salitre, que no son de esfuerzo, sino que son de alegría. Ya lo veo, dice todo inquieto y al rato me devuelve la caña con la mano temblorosa. La satisfacción termina con el deseo.

          A pocos metros de la superficie el sol hace brillar sus escamas. Anda nervioso, se resiste y no para de dar tirones. Llevo el corazón acelerado y respirando hondo. Un último esfuerzo y Raúl lo recoge con una red de pesca grande. Ya en la barca, sigue con unos potentes aleteos que casi lo devuelven a la mar. Le quito el anzuelo con dificultad. Es un pez grande pero menos de lo que parecía cuando lo estábamos recogiendo. Después de esa grata experiencia regresamos a puerto casi al mediodía cantando canciones marineras a todo volumen.

          Son las fiestas patronales de Bergantinos de San Juan y por la noche hay un grupo de música que ameniza la velada en una parte ancha del muelle. Han puesto sillas, bombillas de colores y papelinas que forman un manto en la zona de baile y que no dejan ver el cielo mientras el aire las mueve a su paso produciendo un sonido de mar en calma y de fiesta mayor. Al fondo hay un chiringuito donde venden comida típica de la tierra. Los mayores están sentados en primera línea y escuchan atentos canciones que no entienden y algunas habaneras que sí entienden y les producen nostalgia. Los jóvenes quieren menos luz y más intimidad. Se apartan hacia la playa cuando llegan las horas de la oscuridad al resguardo de algunas barcas mientras se besan y hablan de intimidades y secretos inconfesables. Es lo que tiene el verano en un pequeño pueblo con encanto de la costa cuando celebra las fiestan del patrón San Juan.

Me decía mi abuelo que la mar tiene como límites el muelle, las rocas de fuera, la playa y el acantilado. Por el lado contrario a nosotros, el horizonte. Todos saben que la vida es cambiante y se comporta según las circunstancias. Como si fuera la mar en calma un ratito antes del amanecer o unos minutos después de la puesta de sol y como si esta mar en calma llegara incansable a la orilla con largas olas mansas sin hacer ruido ni espuma. Estas olas de esa mar recorren la arena fina de la playa de nuestra infancia y de nuestros primeros enamoramientos y regresan al océano como si tal cosa. Sin remordimientos. La vida, a veces, se comporta como una mar embravecida que llega con fuerza a las rocas y al acantilado y se eleva tanto como puede para luego tirarse con fuerza y con todo el ruido posible para romperse en mil espumas. Sea de una forma o de otra la vida es así de extraña, de aventurera y de cariñosa. Siempre es cuestión de mirarla a la cara como hacen los valientes. Las consecuencias ya se verán en forma de cicatrices que todos llevamos. Cada ola de la mar es un momento de nuestra vida. Un día o una etapa. Una historia, un suceso o un acontecido con sus decorados y sus personajes con sus diálogos. Tiene un comienzo y un desenlace y debe de adaptarse como hace la mar cuando llega a la playa, al acantilado o al muelle.

          La mar embravecida nos genera una situación de impotencia y un punto de fragilidad emocional que los pescadores intentan disimular. Un miedo furtivo que llevamos escondido hasta que algún día acaba por florecer. Al final el conformismo nos lleva a la incapacidad de hacer cosas importantes porque paraliza voluntades. Sólo algunos detalles, nombres, lugares y aromas. Vivir junto al mar en calma no nos deja acariciar la rebeldía. La mar es la que es y se comporta a su manera. Sólo nos pide respeto. Que todos los días no son brillantes, pero hoy lo ha sido. La vida es una cosa seria que requiere oficio para vivirla y la mía en Bergantinos de San Juan tiene pequeñas y grandes contrariedades y sacrificios en cada uno de los momentos del día. Esperanzas defraudadas y ratos de suerte mientras disfrutas de todo lo que te rodea y de todos los que te rodean con agradecimiento. La vida y los sueños son las dos caras de la misma moneda por eso este relato ha sido escrito porque ha sido verdad o quizá no. De lo que estoy seguro es que será leyenda.