sábado, 22 de octubre de 2022

La casa.

 

Me contó mi padre, que en paz descanse, un día de hace algunos años, mientras tomábamos café en un bar situado en la misma plaza mayor del pueblo. Me contó, decía, que había un chaval que se hizo mayor y que se llamaba Sinforoso Rodríguez. Tenía un caminar extraño por una cojera producida a causa de romperse el tobillo en una caída cuando hacía la mili y la guerra en una época pasada de la que no haré mención. Además, le había provocado una joroba desproporcionada.

Un día dibujó de una casa en uno de esos papeles arrugados de envolver cosas para enseñársela al alcalde. A éste le gustó y le dio permiso para que la construyera. Así sin más preámbulos que es cómo se hacían las cosas antes. La casa estaba situada en un bonito paraje del entorno natural del pueblo donde había nacido Sinforoso y también mi padre al que conocían por el diminutivo de Tono. Todo esto ocurrió cuando llegó de hacer la mili y la guerra. Empezó la obra que antes he mencionado, colindante con la de sus padres y con la que compartían un pequeño huerto con un corral con gallinas además de una casita de aperos medio destartalada. La casa tenía los muros gruesos de antes. Esos que insonorizaban el ruido para darle espacio al silencio. Que no dejaban pasar el frío del invierno ni el calor del verano y tampoco el paso del tiempo porque los muros eran muy gruesos.  

Estaba situada en lo alto del pueblo a la que se accedía por un camino de tierra y piedras en precarias condiciones. En verano era un desierto de polvo, pero en invierno, cuando llovía, tenían que pisar un barro espeso que les dificultaba la llegada.  Situada a unos escasos cinco minutos, a pie, del centro del pueblo donde se encontraba el ayuntamiento y la iglesia parroquial además de un convento de clausura de las Hermanas Clarisas. Desde este alto se podían ver grandes extensiones de campo y viñedos. Algunos días los sembrados estaban alisados y de color verde y otros, los cereales componían grandes olas movidos por el viento.

Casi dos años le duraron las obras a Sinforoso Rodríguez hasta que terminó la casa. Le quedó muy confortable y bonita de ver por fuera con un porche en la entrada principal con macetas de plantas aromáticas y flores diversas coloreadas. Unas ventanas en la parte posterior con unos portones pintados de color tierra y unos visillos trasparentes que el viento hacía movía a su antojo y que los mantenía más tiempo fuera que dentro de la casa. Un punto de unión entre el pueblo y el bosque que estaba justo detrás y a continuación del camino de tierra y piedras. En un lateral había un terraplén de matorrales y chumberas donde estaban las gallinas.                                                                                                                                         

Se ganaba la vida arreglando bicicletas en un pequeño taller céntrico entre la librería y la farmacia y justo enfrente de la tienda de alimentos. El negocio era próspero porque las bicicletas eran el medio de transporte más común por aquellas fechas. Un oficio que aprendió en el ejército en sus ratos libres cuando las escopetas callaban. Sinforoso era alto y robusto y hablaba de una forma tranquila porque también paseaba una sordera que agarró del ruido de los cañonazos. Algunas noches se despertaba pensando en aquellas cosas. La conciencia tiene memoria y hay cosas que no son fáciles de olvidar. Mi padre, Tono, le conocía bien y siempre que podía le proporcionaba un poco de ternura silenciosa. Después de los días de trabajo duro que podían durar hasta las tantas de la tarde se acercaba al terraplén y miraba el horizonte aprovechando que el día estaba despejado y el sol terminaba de ponerse. Cuando la oscuridad empezaba a rodearlo se recogía en su casa para un merecido descanso.

El alcalde acudía a menudo por aquella cuesta de tierra y piedras para ver como avanzaban los trabajos de construcción de la casa y ya de paso, Sinforoso, le obsequiaba con algún licor destilado de esos que perfilaban la nariz, templaban los nervios y mataban los microbios además de que les soltaba la lengua y se ponían a largar todas las intimidades que no se podían contar. Después de un tiempo removió la tierra para construir un pozo de agua fresca y que luego guardaba en un lugar fresco de la casa. Con la tierra que sacó aprovechó para allanar el huerto y agrandarlo un poco para así poder sembrar más cosas. Mucho trabajo realizado en silencio por su sordera y porque era necesario oír la calidad y las cualidades que hablaban la piedra y la madera de ellas mismas. El sonido ambiental lo ponía, a veces, el viento cuando maltrataba lo que encontraba a su paso.

El día que terminó la casa pudo saborear la satisfacción del trabajo bien hecho que siempre aparece en casos como éste. Como es tradición el párroco vino a bendecirla aprovechando que era fiesta mayor porque celebraban la festividad del santo patrón coincidiendo con la cosecha y la vendimia. Siguió con su trabajo en el taller de bicicletas y cuando terminaba la jornada laboral empezó a hacer vida social porque andaba en busca de una moza que quisiera compartir su vida y la casa que tanto trabajo le había costado. Le resultó difícil porque le faltaba costumbre y horas. Nunca desfalleció de ese empeño.

Un día muy lejano de todo esto que he contado, al alba, su alma le dejó y se fue donde sea que se vayan las almas en estas ocasiones dejando el cuerpo de Sinforoso inerte en la cama. Este día llovió con fuerza sobre el pueblo y sobre su casa, el huerto y el corral de gallinas. El campo quedó anegado un día de otoño avanzado. Se repitió el fango espeso de siempre que creó problemas al coche fúnebre que se llevaba el cuerpo de Sinforoso Rodríguez a un merecido descanso eterno y tranquilo. El párroco, en el entierro, recordó cosas de cuando era pequeño y jugaba por las calles estrechas del pueblo con el resto de los chavales entre los que se encontraba mi padre. Dijo el párroco que el alma de Sinforoso siempre habitó dentro de un cuerpo alegre y sin maldad.

Un servidor, ahora, estoy jubilado y me he vuelto un insumiso social por naturaleza y lo que me callo por la boca lo escribe mi pluma. El pueblo donde vivo es el mismo que vivió mi padre Tono y Sinforoso, pero es otra cosa y el párroco también es otro. Ha dicho, hace poco, en la homilía dominical que, “estamos en la tierra de paso con las maletas preparadas para partir en cualquier momento” como si esto fuera un albergue de estudiantes o el tercer turno de una colonia de verano. No estaban los ánimos para este tipo de citas porque uno de nosotros, la noche pasada, devolvió su alma a quien se la prestara el día que nació. Los jubilados somos vulnerables y sensibles con los amigos que nos dejan y nos da por llorar fácilmente. Tenemos apego a la vida y esas palabras nos han tocado la moral lo que se ha notado en el autocar que, como cada domingo, nos lleva de excursión después de la misa mayor. El ambiente era tristón y con aires de impotencia por ello nos hemos puesto de acuerdo en saltarnos todo aquello que el médico nos tiene prohibido durante la comida bufé y por lo que seguramente, el lunes, nos castigará de forma innecesaria.  

Se ve que con los años hemos perdido capacidades y virtudes, pero hemos ganado en otras cosas que ahora no vienen al caso. Escuchamos menos y hablamos más porque tenemos demasiadas cosas que contar y poco tiempo para hacerlo. Nos han amansado demasiado y ya no sabemos levantar la voz. Martín, desde su asiento en el autocar ha dicho medianamente alto y con una voz de falsete que el párroco también tiene una plaza interina en la tierra. Éste se ha girado y ha mirado todos los asientos de cada fila de todo el autocar para ver si daba con el que ha hablado. A cierta edad los días desgastan mucho y se llenan de recuerdos que construyen razonamientos absurdos por lo que un poco de sordera es buena para dejar de escuchar ciertas cosas.

Andamos entre sombras y penumbras por culpa de los ecos que llegan de tiempos pasados en los que vivían Sinforoso y mi padre Tono.  Algunos piensan que lo mejor está por venir en otro sitio más grande donde cabremos todos y donde seremos tan felices como las perdices después de este peregrinar por senderos que no conducen a ninguna parte. Que este otro lugar que nos espera será el definitivo y no hará falta que tengamos las maletas preparadas. Otros pensamos que lo único que nos queda es reposar en la tierra que nos vio nacer y al lado de nuestros antepasados y a eso aspiramos.  Somos expertos en librar batallas por eso nadie quiere salir en prensa en la sección de los obituarios para que no piensen que somos desertores.

Por cierto, soy el hijo de Tono y no podría jurar que esta historia ha ocurrido en este pueblo porque la memoria me falla. Pero tampoco podría descartarlo.