Hoy es un buen día para decir que tengo un amigo que tiene un amigo. Mi amigo es Antonio Jiménez y se gana la vida con el sudor de su frente mientras trabaja de vigilante de seguridad privada en un centro de internamiento para tratamiento y recuperación de pacientes mentales. En el centro hay un antropólogo en prácticas que afirma que son gente incomprendida y que la sociedad los ha apartado para que no molesten. No seré yo quien le haga la contraria porque igual tiene razón. El amigo de mi amigo es uno de ellos y lo llaman Crispín Torres Martín.
Cuando mi amigo Antonio empezó
a trabajar en este centro para gente con problemas mentales le explicaron la
necesidad y la importancia de empatizar con todos los internos para garantizar
una convivencia pacífica lo más parecida a la de un hogar convencional. Así lo
hizo y así les fue a todos. Pura rutina con internos medio dormidos por efectos
de la medicación y con los que a veces es casi imposible mantener una
conversación fluida y coherente porque muchos parece que no son de este mundo y
otros que están a lo que están mientras están en babia. Mi amigo Antonio Jiménez
se hizo amigo de Crispín Torres al que le hace la edad de sesenta y pico de
años. Durante más de dos años han convivido horas incontables hablando de temas
muy diversos. Crispín es culto. Lee prensa y libros de temáticas diferentes y en
lo que más se entretiene es escuchando la radio. Le dejan navegar, de forma
restringida, por internet. La mayor parte del tiempo lo ocupa en pasear por el
recinto con la mirada perdida que le provoca la medicación y el aburrimiento. Unos
caminos incómodos por los que avanza con temor porque se siente desubicado y no
quiere perderse ningún detalle importante que pueda comprometer su estancia en
el centro. Tiene un andar tranquilo y sosegado con las manos cogidas detrás o
en los bolsillos de los pantalones.
Algunos años después de que se
conocieran, a mi amigo el vigilante empezó a rondarle por la cabeza la
incógnita del porqué estaría ingresado Crispín y esta idea fue cobrando fuerza
hasta el punto de la obsesión. Le resultaba del todo incomprensible que una
persona seria, responsable, tranquila, educada, meticulosa en todo y que
incluso se le intuye muy inteligente esté recluida en este tipo de centro. Un
día la curiosidad le pudo y le preguntó los motivos por los que estaba allí. Crispín
Torres Martín, antes de contestar, miro de reojo a todas partes para asegurarse
cierta intimidad mientras lo agarraba del brazo para llegar hasta un lugar más
apartado. Yo era piloto de ovnis, dijo casi susurrando, y un día de hace mucho
tiempo mi aparato se estrelló cerca de aquí. Quedé herido y perdí la conciencia.
Al día siguiente me desperté atado a una cama de este centro y desde entonces
me vigilan día y noche que, aunque no se dejan ver siento su presencia. Lo que no saben es que nunca les diré quién
soy en realidad ni los detalles del ovni que pilotaba para no poner en riesgo
la seguridad de mi planeta del que además soy analista de la evolución de grandes
masas de población y su futuro desarrollo en mi planeta y en el de otros si se
diera el caso. Nunca más volvieron a hablar de este tema que para mi amigo el
vigilante había dado un giro inesperado y curioso sobre el comportamiento del
ser humano en situaciones extravagantes mientras avanza hacia una aventura
desconocida.
Un día cualquiera Crispín
Torres Martín estaba sentado junto a la puerta de entrada del centro para
observar lo que pasaba fuera, como hacía muchas veces, cuando un coche dio un
quiebro en la misma entrada y perdió el control estampándose contra el pilón
que sujeta la barrera de apertura automática que se rompió al instante. El
ruido fue grande y desde el mismo momento acudieron asistencias para atender al
conductor conmocionado que a duras penas podía explicar lo sucedido. Cuando
llegó la policía empezó a recabar información entre los presentes para realizar
el correspondiente atestado. Hicieron un croquis con más o menos acierto conforme
a los testimonios de los transeúntes y también incluyeron unas mediciones de
algunas marcas sobre el pavimento y fotografías del coche accidentado desde
distintos ángulos. Todo en su conjunto no se entendía y parecía inverosímil.
Crispín escuchaba y observaba a cierta distancia hasta que decidió acercarse
para dar su versión de lo ocurrido a la policía, pero el director creyó que no
era oportuno y así lo manifestó reiteradamente porque llevaba internado muchos
años y sólo aportaría más confusión. Deje que se exprese dijo el policía de
mayor rango de forma enérgica.
Empezó a relatar lo ocurrido
sin suposiciones, ni conjeturas, ni sospechas y con total seguridad. El coche
ha llegado a la entrada a una velocidad razonable de once kilómetros hora y al
iniciar la curva se ha escuchado un chasquido seguido de un golpe seco debido a
la rotura del eje transversal justo en el punto de unión con el pivote que
sujeta y une la amortiguación con la rueda delantera izquierda lo que ha
provocado que el conductor perdiera el control del vehículo. Cuando ha
intentado girar el volante para esquivar el pilón de la barrera la rueda
delantera izquierda ya estaba suelta y ha arrastrado el coche de forma lateral
hasta que ha chocado. Esta es la marca de los neumáticos, señalaba con toda
precisión y fíjese que no hay marcas de frenado porque al conductor no le ha
dado tiempo. Ha sido un accidente del todo fortuito. Contestaré a todas sus
preguntas gustosamente y si tienen un programa informático adecuado lo podrán
comprobar fácilmente introduciendo los datos y provocar una simulación.
No era normal ni frecuente
encontrar un testigo tan preciso. Los policías no daban crédito mientras se
agachaban para enfocar con las linternas debajo del coche dando por cierta y
rigurosa la versión de Crispín Torres. El director seguía insistiendo en que el
interno estaba en tratamiento y no había mejoría en su estado mental desde el
día que ingresó hace ya mucho tiempo. Dice que es de otro planeta, que tripula ovnis
y que está esperando que vengan a buscarlo en cualquier momento. No vamos a
cuestionar un testimonio tan veraz porque esté ingresado en un manicomio,
espetó el policía y añadió, con sorna, que no entendía que necesitara estar
ingresado y en tratamiento mientras esperaba que vinieran a buscarlo y que
visto lo sucedido bien podría esperar fuera con total libertad. Conozco a otros
que tienen mayor necesidad de plaza y que podrían ocupar perfectamente su lugar
aquí dentro. De todas formas, estará a disposición del juzgado por si se
requiere ampliar su testimonio.
Dice mi amigo Antonio Jiménez,
el vigilante de la seguridad privada que pese a todo lo ocurrido, Crispín sigue
internado y tomando pastillas. Que sigue deambulando tranquilo por el centro con
las manos cogidas detrás o en los bolsillos de los pantalones jugando al
despiste con las cámaras de seguridad y el resto de personal que allí trabaja.
Me asegura que tiene muchas dudas sobre la verdadera identidad y la de su
pasado y que esto le desconcierta. Todos tenemos nuestras raíces en alguna
parte, manifiesta Crispín a menudo desde sus miedos más íntimos. Yo conozco las
mías y algún día volveré a ellas por muy incómoda que sea esta verdad.
Esta historia extravagante sobre
la condición humana es real. Me la ha contado mi amigo Antonio Jiménez con todo
lujo de detalles. No se trata de una fábula o una leyenda ni siquiera un pedazo
de irrealidad relevante en una estructura social básica y en construcción que
se vive a diario en esos centros para tratamiento de enfermedades mentales.