domingo, 30 de octubre de 2022

El amigo.

 

  Hoy es un buen día para decir que tengo un amigo que tiene un amigo. Mi amigo es Antonio Jiménez y se gana la vida con el sudor de su frente mientras trabaja de vigilante de seguridad privada en un centro de internamiento para tratamiento y recuperación de pacientes mentales. En el centro hay un antropólogo en prácticas que afirma que son gente incomprendida y que la sociedad los ha apartado para que no molesten. No seré yo quien le haga la contraria porque igual tiene razón. El amigo de mi amigo es uno de ellos y lo llaman Crispín Torres Martín.

Cuando mi amigo Antonio empezó a trabajar en este centro para gente con problemas mentales le explicaron la necesidad y la importancia de empatizar con todos los internos para garantizar una convivencia pacífica lo más parecida a la de un hogar convencional. Así lo hizo y así les fue a todos. Pura rutina con internos medio dormidos por efectos de la medicación y con los que a veces es casi imposible mantener una conversación fluida y coherente porque muchos parece que no son de este mundo y otros que están a lo que están mientras están en babia. Mi amigo Antonio Jiménez se hizo amigo de Crispín Torres al que le hace la edad de sesenta y pico de años. Durante más de dos años han convivido horas incontables hablando de temas muy diversos. Crispín es culto. Lee prensa y libros de temáticas diferentes y en lo que más se entretiene es escuchando la radio. Le dejan navegar, de forma restringida, por internet. La mayor parte del tiempo lo ocupa en pasear por el recinto con la mirada perdida que le provoca la medicación y el aburrimiento. Unos caminos incómodos por los que avanza con temor porque se siente desubicado y no quiere perderse ningún detalle importante que pueda comprometer su estancia en el centro. Tiene un andar tranquilo y sosegado con las manos cogidas detrás o en los bolsillos de los pantalones.

Algunos años después de que se conocieran, a mi amigo el vigilante empezó a rondarle por la cabeza la incógnita del porqué estaría ingresado Crispín y esta idea fue cobrando fuerza hasta el punto de la obsesión. Le resultaba del todo incomprensible que una persona seria, responsable, tranquila, educada, meticulosa en todo y que incluso se le intuye muy inteligente esté recluida en este tipo de centro. Un día la curiosidad le pudo y le preguntó los motivos por los que estaba allí. Crispín Torres Martín, antes de contestar, miro de reojo a todas partes para asegurarse cierta intimidad mientras lo agarraba del brazo para llegar hasta un lugar más apartado. Yo era piloto de ovnis, dijo casi susurrando, y un día de hace mucho tiempo mi aparato se estrelló cerca de aquí. Quedé herido y perdí la conciencia. Al día siguiente me desperté atado a una cama de este centro y desde entonces me vigilan día y noche que, aunque no se dejan ver siento su presencia.  Lo que no saben es que nunca les diré quién soy en realidad ni los detalles del ovni que pilotaba para no poner en riesgo la seguridad de mi planeta del que además soy analista de la evolución de grandes masas de población y su futuro desarrollo en mi planeta y en el de otros si se diera el caso. Nunca más volvieron a hablar de este tema que para mi amigo el vigilante había dado un giro inesperado y curioso sobre el comportamiento del ser humano en situaciones extravagantes mientras avanza hacia una aventura desconocida.

Un día cualquiera Crispín Torres Martín estaba sentado junto a la puerta de entrada del centro para observar lo que pasaba fuera, como hacía muchas veces, cuando un coche dio un quiebro en la misma entrada y perdió el control estampándose contra el pilón que sujeta la barrera de apertura automática que se rompió al instante. El ruido fue grande y desde el mismo momento acudieron asistencias para atender al conductor conmocionado que a duras penas podía explicar lo sucedido. Cuando llegó la policía empezó a recabar información entre los presentes para realizar el correspondiente atestado. Hicieron un croquis con más o menos acierto conforme a los testimonios de los transeúntes y también incluyeron unas mediciones de algunas marcas sobre el pavimento y fotografías del coche accidentado desde distintos ángulos. Todo en su conjunto no se entendía y parecía inverosímil. Crispín escuchaba y observaba a cierta distancia hasta que decidió acercarse para dar su versión de lo ocurrido a la policía, pero el director creyó que no era oportuno y así lo manifestó reiteradamente porque llevaba internado muchos años y sólo aportaría más confusión. Deje que se exprese dijo el policía de mayor rango de forma enérgica.

Empezó a relatar lo ocurrido sin suposiciones, ni conjeturas, ni sospechas y con total seguridad. El coche ha llegado a la entrada a una velocidad razonable de once kilómetros hora y al iniciar la curva se ha escuchado un chasquido seguido de un golpe seco debido a la rotura del eje transversal justo en el punto de unión con el pivote que sujeta y une la amortiguación con la rueda delantera izquierda lo que ha provocado que el conductor perdiera el control del vehículo. Cuando ha intentado girar el volante para esquivar el pilón de la barrera la rueda delantera izquierda ya estaba suelta y ha arrastrado el coche de forma lateral hasta que ha chocado. Esta es la marca de los neumáticos, señalaba con toda precisión y fíjese que no hay marcas de frenado porque al conductor no le ha dado tiempo. Ha sido un accidente del todo fortuito. Contestaré a todas sus preguntas gustosamente y si tienen un programa informático adecuado lo podrán comprobar fácilmente introduciendo los datos y provocar una simulación.

No era normal ni frecuente encontrar un testigo tan preciso. Los policías no daban crédito mientras se agachaban para enfocar con las linternas debajo del coche dando por cierta y rigurosa la versión de Crispín Torres. El director seguía insistiendo en que el interno estaba en tratamiento y no había mejoría en su estado mental desde el día que ingresó hace ya mucho tiempo. Dice que es de otro planeta, que tripula ovnis y que está esperando que vengan a buscarlo en cualquier momento. No vamos a cuestionar un testimonio tan veraz porque esté ingresado en un manicomio, espetó el policía y añadió, con sorna, que no entendía que necesitara estar ingresado y en tratamiento mientras esperaba que vinieran a buscarlo y que visto lo sucedido bien podría esperar fuera con total libertad. Conozco a otros que tienen mayor necesidad de plaza y que podrían ocupar perfectamente su lugar aquí dentro. De todas formas, estará a disposición del juzgado por si se requiere ampliar su testimonio.

Dice mi amigo Antonio Jiménez, el vigilante de la seguridad privada que pese a todo lo ocurrido, Crispín sigue internado y tomando pastillas. Que sigue deambulando tranquilo por el centro con las manos cogidas detrás o en los bolsillos de los pantalones jugando al despiste con las cámaras de seguridad y el resto de personal que allí trabaja. Me asegura que tiene muchas dudas sobre la verdadera identidad y la de su pasado y que esto le desconcierta. Todos tenemos nuestras raíces en alguna parte, manifiesta Crispín a menudo desde sus miedos más íntimos. Yo conozco las mías y algún día volveré a ellas por muy incómoda que sea esta verdad.  

Esta historia extravagante sobre la condición humana es real. Me la ha contado mi amigo Antonio Jiménez con todo lujo de detalles. No se trata de una fábula o una leyenda ni siquiera un pedazo de irrealidad relevante en una estructura social básica y en construcción que se vive a diario en esos centros para tratamiento de enfermedades mentales.