“Yo voy soñando caminos de la tarde. Las
colinas doradas,
los verdes pinos, las polvorientas encinas.
¿Adónde el camino irá? La tarde cayendo
está.
Yo voy cantando, viajero a lo largo del
sendero.
Y todo el campo un momento se queda, mudo
y sombrío, meditando.
Suena el viento en los álamos del río.
La tarde más se oscurece; y el camino que
serpea
y débilmente blanquea, se enturbia y
desaparece”.
Machado.
Amaneció la primera mañana del mundo para
mí. A las seis y diez de la tarde del día cinco de noviembre.
Esa vida que tiene todos los minutos iguales y todos los días
distintos. Tarde anochecida anticipadamente porque era otoño. Con calles de
farolas insuficientes y esquinas en penumbra donde se cobijan los gatos.
Se escuchó un grito estremecedor de los de
coger aire para que la vida no se escape y luego vino un llanto largo sin
eco y sin sombra porque me di cuenta de que la vida intrauterina no tenía nada
que ver con la vida que me había imaginado. Pero una vez nacido sólo se sale
con la muerte una vez devuelta el alma.
El otoño de la vida es distinta al resto
de las estaciones. Más intensa. Cosas por hacer y sin tiempo
disponible. Ahora mi respiración es más lenta y va acompasada con la vida,
con las emociones y con los sentimientos y con la armonía y el equilibrio que sólo
se consigue con la experiencia acumulada en la edad adulta. El color de los
ojos me cambia según la luz del momento, pero la mirada va cambiando según
la edad. Mirada tranquila y experimentada. Que igual que mira dice, aunque
los ojos estén medio cerrados. De la mirada ingenua y azulada de la infancia a
la de ahora con matices determinantes.
El olor de madrugada se parece al del
anochecer cuando el sol se pone detrás del horizonte al final de los campos de
castilla. De lluvia y viento. Un ir y venir desde la plaza Azoguejo hasta el
Alcázar pasando por la plaza mayor y la Catedral de Santa María soy un
desconocido más que forma parte de la gente mayor que mira el tiempo pasado en
los escaparates de la vida en calles iluminadas con paso de costumbre y rutina
y la sombra fiel que no te deja ni los días nublados admirando los esgrafiados
de las fachadas que te entretienen a cada paso y con cada casa.
Dice el poeta que ahora tengo que
aparentar que sé más de lo que digo y escribo mientras fuera se acumulan hojas
arremolinadas por el viento de otoño que se mojan con la lluvia, forman charcos
que pisamos con fuerza. Días huérfanos que aprovecho para amamantar recuerdos.
Mientras se consume la leña en la chimenea y el humo sube recto como un ciprés. La rectitud del momento y el eco de los
cantos gregorianos que llegan desde el Monasterio de Santa María del Parral. Y
mientras escribo esto estarán cogiendo los últimos racimos de uvas del patio de
la casa de Machado.
Ando despacio. No quiero que descubran mi
prisa por la vida. Con los minutos me he puesto a construir horas y días. He
subido a la bicicleta para pedalear quimeras y pasearlas por las calles estrechas
de luz tenue de la judería. Luego he descansado en un bar sorbiendo un café y
me he llevado caldo caliente para combatir el hiriente frío. Levanto la vista y
observo la madrugada con los gorriones apostados en las ramas.
Las piedras del acueducto aguantarán el
invierno con sus tempestades. El bosque hará lo propio con los árboles
hacinados con sus sombras. Los paisajes de los campos de Castilla esperarán
cualquier cosa o nada de este otoño que acabamos de inaugurar persiguiendo, inteligentemente,
puestas de sol. El verano va dejando de ser lo que fue para ser otra cosa. Ser
otoño, sin más y formar parte de los paisajes ocres con la lluvia que por fin
ha llegado y que cae sobre tierra demasiado seca y se encharca y que me
encuentra detrás del ventanal de casa, el que da al jardín, con un libro entre
manos. Esos libros de papel rústico fino y tapas blandas y una acumulación de
letras que acallan la tormenta desapacible y la soledad.
Ahora toca recogerse un poco antes y aprovechar
el tiempo de otra manera. Con libros escritos con tinta, con argumento y con
provocación de pensar. Ya llevo un rato descalzo porque hace un rato que decidí
coger papel y pluma y escribir algo aprovechando esa letra de monja que me han
dicho que tengo. Llevan razón porque Sor Juana y Sor Catalina me enseñaron a escribir
y a leer con entonación para enfatizar palabras de mayor importancia. Me ha
dicho mi amigo el poeta, esta mañana, subgrupo literario llamado relato breve
porque escribo sobre cosas y temas de paisajes, naturaleza y costumbres
pueblerinas de distinta manera. Y los viernes quedamos a una hora de tarde
avanzada en las inmediaciones del quiosco de música de la plaza mayor para
mantener conversaciones de gente mayor en tono sereno porque nos importan las
raíces y nuestra historia.
Escritos sobre damas despechadas. Señores
paseando cuernos con elegancia. La erótica de criadas y cocheros en la penumbra
de los patios. Momentos piadosos de Semana Santa con cartas comprometidas entre
monjas de clausura y militares. Sobre los atardeceres anaranjados sobre
los campos de dorados caprichosos. Vivo a escasos metros de la parroquia con su
cementerio escaso y también con encanto. Con un fuerte viento que se ha
deslizado por entre las calles y ha entrado en la habitación por la ventana
después de haber descorrido cortinas y visillos. Ando absorto mientras se oye
mi sonora pluma desde la hospitalidad de mi alcoba y náufrago del sentido de la
realidad cuando el camino se agota y que da demasiado por hacer. La sabiduría
se mantiene gracias a un genuino y metódico aprendizaje de experiencia humana que
me condiciona desde mi nacimiento y el bautismo.
Este relato es un desliz como un relámpago
cegador del otoño de la vida.