Y llegados al hotel nos aposentamos y descansamos para salir, luego de un tiempo, a que nos diera el aire contaminado de la capital. Callejeamos tanto como pudimos y nuestros pies, rodillas y caderas aguantaron. Siempre procuramos alcanzar el gozo en nuestros viajes de ocio y comunicarnos con otros turistas y autóctonos que esto hace bien a la hora de encontrar lugares de interés que te alegran la vista y otras cosas. La gastronomía esconde grandezas al igual que edificios, tabernas y teatros. Que son placer para los sentidos de quién sabe disfrutarlos.
El Mercado de San Miguel es un clásico lugar de peregrinación y concentración en el acto del buen comer y del buen beber. Del todo variado y apetecible. Punto de encuentro de razas y culturas y mayormente nipones e ingleses. Aquí el cuerpo se pone a punto y el ánima adquiere otra dimensión cuando vas por la segunda debida caída del mismo cielo y que llaman Vermut de Grifo Dulce acompañado de unas olivas. De camino a este Mercado de comer tienes la obligación de realizar parada en Casa Labra. Bacalao y croquetas, dos de cada por persona, y una caña o clara o vermut. Que cada cual sabrá lo que le gusta y lo que le traspone lo justo para sentir placer.
A otro día de buena mañana y con el estomago ocupado y entretenido con un desayuno fugaz según tradición cristiana nos desplazamos a la noble villa de Segovia para degustación, en hora del mediodía y un rato más, de algo de cochinillo y algo de lechazo a partes iguales. Vino de la tierra en su justa medida para no perder la razón ni el entendimiento. Este día toca un caldo de Hacienda de Monasterio del dos mil ocho que quita el sentido. Que todo esto que cuento y escribo es cierto y así consta en el libro de visitas nuestra presencia física al viejo Mesón de la antigua plaza del Azoguejo a los tres días andados del mes de Marzo del año del Señor de dos mil doce. Segovia, villa histórica desde los romanos y famosa en décadas por su ganadería, su industria lanera y muchas cosas más, todas ellas importantes y principales. La Plaza Mayor que una jornada vio coronarse reina a la Infanta Isabel la Católica como Reina de Castilla y ahora es famosa por lo que cuesta dos refrescos y una bolsa de patatilla. El patio de armas de su Alcázar que vivió la boda real de Felipe II. Su acueducto romano en la antigua plaza del Azoguejo donde fue construido este Mesón o casa de vinos y comidas que es cómo se llamaba antes. Único que queda de todos los construidos con fachada de entramado de ladrillo y con soportales de arquería de orden toscano.
Nos recibe Alberto, el hijo de Cándido, que sigue en el negocio familiar con esfuerzo, empeño, sacrificio y dediocación para que, los que hacemos parada en este lugar, tengamos la acogida deseada. Pero la cosa ya no es así. No es lo que era ni lo que debería de ser. Ahora es todo negocio y no hay trato y en este tipo de establecimientos esto no ha de ser bueno. Las mesas son demasiadas y no te puedes mover ni con dificultad. El jamón que debes pedir para hacer boca y estimular los sentidos ya no se corta a mano sino a máquina y de una finura extrema que se transparenta. El pan no se sirve caliente. No hay olivas para entretener la espera ni tampoco ensalada. Aparte y si lo pides. La rapidez es lo que importa. Cuanto más rápidos más clientes por jornada. Definitivamente, no. El cochinillo ha pasado en mucho los veintiún días y los cinco kilos. Esta hecho a prueba de dentadura joven o nueva. Del lechazo mejor no hablar porque resulta un insulto al viajero y al comensal que a fín de cuentas es la misma persona. Así tal cual no hay futuro. No se puede vivir de rentas de forma infinita. Comer rápido y desalojar que hay cola para entrar. Con el café entra la cuenta y un mantel limpio que pondrán tan pronto hayas ahuecado. Pues así es y así lo cuento para que no caigas en la tentación de acudir. Avisado está y no seré yo quien lo repita. Salud.