Desperté y era verano. Con un calor fuerte y un bochorno potente que te pega la camisa a la piel. Abro las persianas de la habitación y la luz ahuyenta la penumbra. Mi mirada enseguida se ha extraviado ante la inmensidad del mar. Sólo una pequeña playa me separa de él.
Es este pequeño pueblo costero de la Isla donde habito y que ya he descrito con anterioridad en otras ocasiones y que habréis recorrido muchas veces con la imaginación. Este en el que convivimos los habituales y los ocasionales que están de vacaciones o de paso y que vienen en busca de la tranquilidad que, por cierto, también veranea aquí. El sol amanece y se eleva hasta lo alto antes de invadir las calles aunque las casas sean bajas y no se opongan. Casas pintadas de blanco con las persianas verdes y azules y algunas de las puertas marrones El olor a mar está en cada rincón de cada casa, de cada calle y entre las alcobas y las barcas. Es temprano y es verano, luego el pueblo duerme. Descansa la madrugada. Porque aquí también se vive de noche. Cada uno amanece cuando le da la gana.
Hay unos cuantos pescadores que ya están en alta mar desde primeras horas de la madrugada. Desde la costa sólo son pequeños puntos en ligero movimiento al compas de las olas. Los aparejos están echados mientras la barca se besuquea con el mar. Algunos pescadores están medio tumbados en la popa apoyados en el timón de su Llaüt y terminan el sueño pendiente mientras esperan que los peces se enreden. En verano el mar no lleva furia y nunca levanta una ola más que otra. El aire se mueve tranquilo y el viento aparecerá a partir del mediodía con el embate.
Por todo esto sé que es verano. Porque el sol ha entrado por la ventana y se ha tumbado sobre la cama como si fuera su casa. Y este bochorno pegajoso al que te acostumbras y que te obliga a ponerte siempre debajo de los ventiladores que giran cansados horas y horas.
No aspiro a nada extravagante. Hoy precisamente no. Quiero pasar un día sosegado y tranquilo. Desapercibido de todos los que sólo aparecen en verano. Como de costumbre. Los momentos se hacen lentos y pasan poco a poco. El tiempo se vuelve perezoso y se impregna de este ambiente pegajoso y de bochorno.
A la que te descuides llega el atardecer porque el sol tiene prisa de meterse en el agua. Es el momento en que las estrellas se encienden porque no quieren perderse las verbenas, las charlas y el frescor de la noche.
Dentro de un rato iré a mojarme un poco. Tengo preparada una toalla y una sombrilla. Sé lo que piensas. Que te conozco. El sombrero ya lo llevo puesto. Sólo me falta ponerme los zapatos que me los he quitado para escribir. Como siempre. Ya lo sabes. A esta hora todavía hay gente que no se ha borrado el sueño de la cara. Lo harán después de haber tomado café en el bar de Pepe.
Es el mejor momento para acercarse hasta el mar y refrescarse. En un par de horas no habrá sitio. Sombrillas, tumbonas y toallas extendidas invadirán la playa. Los niños jugando en la arena con su griterío. Otros chapoteando en la orilla. Y los pescadores estarán de regreso. Serán perseguidos por las señoras en busca de pescado fresco a precio razonable. Lo enseñan orgullosos. Este pescado que cuando lo tocas expande las agallas porque está vivo. Los niños ajenos a todo esto moldean la arena en forma de pequeños castillos que las olas se encargan de tirar. Pero no se cansan ni unos ni otros y vuelta a empezar.
Por la noche hay fiesta. Música en vivo. Los jóvenes se mantienen al margen. Se besan entre las penumbras. Es el principio de apasionamientos y ternuras que llegarán con fuerza en la oscuridad de la noche, de su silencio y al amparo de las viejas embarcaciones. Sólo la luna está autorizada a moldear figuras unidas tumbadas sobre una toalla. Los mayores lo saben porque ellos lo hicieron antes. La música les llega atenuada pero es lo de menos. Ellos quieren escuchar palabras de amor. Secretos e intimidades. Se insinúan provocando deseos. Huele a mar dormido. Es de noche, es verano y hace calor. Salud.