Los días siguientes fueron una mezcla de peregrinaje y turismo. Más de lo segundo que de lo primero.
Subida al monte Tabor. Una especie de Lluc pero con la carretera des port des canonge. Grupos de entre nueve y doce peregrinos metidos en un microbus que sube y baja de tal monte cagando leches. Seguramente fue el único momento del viaje que eché en falta al guía para que rezara por mí. Silencio durante el trayecto y cara de acojone.
El desierto de Judea que empieza en el monte Qumran. Impresionante la grandeza de la nada. Una inmensidad de terreno hasta donde te alcanza la vista y un poco más y nada. Ni un virus. Desierto de piedra y polvo. Nada de arena. Grandioso. Para quedarte un día entero escuchando el silencio. Relajante.
El balneario del mar muerto es una singularidad. Calor, bochorno, microclima creado por un mar rodeado de montañas y a trescientos metros por debajo del nivel del mar. Agua extremadamente salada y con olor a fosfatos y a urea. Agua turbia y densa. Nos masajeamos con el lodo, intentamos nadar pero no se puede avanzar. Flotas todo el tiempo. Ducha relajante y a otra cosa.
Jericó y el caos total. Mucha gente, muchos coches, mucha tienda y chiringuitos. No hay normas de tráfico. Si quieres llegar a un sitio, vas por donde quieras y punto. Fotografiamos un sicomodo -seguramente de los últimos que deben quedar-. Grande y robusto.
El primer día en Jerusalem nos toca via crucis. Espectáculo bochornoso. El guía alquila una cruz grande de madera a un módico precio de cinco euros y empezamos a subir hasta la basílica de la crucifixión, muerte y resurrección. El grupo de peregrinos cohesionado cantando por las calles y portando la cruz a hombros. El otro grupo de ateos descolgados haciendo turismo. Horas de espera para visitar el santo sepulcro, momento que aprovechamos para callejear y las señoras para cabrear al personal con eso del regateo. Que una cosa es regatear y otra que te regalen la tienda con todo lo que hay dentro. Callejear por las calles de la ciudad vieja de Jerusalem es pintoresco. En un chiringo, el dueño que ya estaba de los nervios, optó por ofrecer dinero a las peregrinas para que se fueran antes de suicidarse. Hay que joderse, pero es complicado ir de compras con las mujeres y más si ya están entrenadas a regatear. Es lo que hay.
Monte de los olivos. No hay olivos. Pinos y cipreses. Pero no hay olivos en el monte de los olivos. Panorámica de la ciudad vieja de Jerusalem -justo desde el cementerio-. Huerto de Getzemaní. Aquí si que hay olivos y dice el guía que uno de ellos -despues de pasar la prueba del carbono 14- tiene veinte siglos y está vallado porque es el que eligió jesús para apoyarse en él mientras rezaba. Guía dixit. Pues vale.
La visita a Belén valió la pena, básicamente, por la visita al mercado. Hortalizas, verduras, frutas, paradas de especies y carne entre otras cosas. De una calidad que no se ve en el mercado del olivar y ni una mosca. No es un eufemismo ni una metáfora. Quiero decir lo que he dicho. Ni una mosca. Lo del Sabadh es una coña porque no te sirven ni un café. Poca gente, poco tráfico y todos descansando. ¿Todos? No. Todos, no. Hay un grupo de peregrinos que con un guía franciscano al frente no dan tregua. Muro de las lamentaciones. Bien. Llegamos, nos lamentamos, tocamos el muro y nos hicimos una fotos. Parece ser que hace veinte siglos que se lamentan y siguen. El grán templo de Salomón, tantas veces destrruido y reconstruido. Ahora quedan ruinas y lamentos. Impresionan sus dimensiones. Una explanada inmensamente grande. Bonita de ver. Mucho peregrino que apenas se nota porque quedan difuminados dentro de la inmensidad. Salud.