miércoles, 2 de junio de 2021

A. Pozzi

Nacida en 1912 en Milán y de familia acomodada, aristocrática y culta. Estudió Filología, idiomas, música y artes plásticas. Le gustaba la equitación, la fotografía y viajar. Escribió poesía y otras cosas en forma de un diario porque no le dejaron hacer otra cosa. Las mujeres, por aquellas fechas, sólo debían estudiar un poco de todo y lo justo para parecer inteligentes. No debían escribir ni publicar, sólo hacer una vida social vacía de contenidos pero rica en gestos de acomodo. 

Un reconocido abogado que no arriesga porque es su padre. Una madre condesa que busca en su hija una sombra y un marido profesor de universidad cuyo ego sobresale ante todo y tampoco no la deja ser. Como ha dicho Miquel en su reflexión, si hubiera sido sirena la hubieran escondido en el bosque para protegerla. Así se fraguó todo un despropósito y se precipitó de mala manera. Sus mejores momentos los pasó, seguramente, en  Pasturo (Lombardía).

Con todo en contra, un divorcio, malas lenguas dicen que un aborto, un marido hecho de testosterona, unos padres que la coartaron en todo lo que quería ser y hacer, una sociedad patriarcal en la que las mujeres sólo podían aspirar a ser amas de casa y realizar labores sociales de bajo nivel, dejó de querer hacer cosas y dejó de disfrutar de todo lo que le gustaba hacer. Empezó a alternar altibajos en forma de nostalgias patológicas, tristezas de querer morirse, melancolías mal entendidas y depresiones con ideas auto líticas. 

Seguramente, el único que le entendiera, Vittorio Sereni no dio los pasos adecuados o también fue apartado por el inmenso poder del abogado Roberto Pozzi en connivencia con la condesa Lina Cavagna Sangiuliani di Gualdana. 

Viene a decir, Miguel Antón que la tristeza de Antonia Pozzi es un túnel hecho de primaveras sin color y de inviernos sin luz, de paisajes y recuerdos en blanco y negro que desembocan en un manantial seco y oscuro. 

"Dejad que yo me pierda, 

sombra en la sombra". 


Pareciera que la poeta italiana entrase en una completa negrura. Igual que hizo Borges, donde escribe;

"En este punto se deshace mi sueño, 

como agua en el agua".  

La misma agua en la que se hundió Virginia Wolf con los bolsillos llenos de piedras. o el agua del mar en el que se adentró para siempre Alfonsina Storni, después de anunciar su final en un famoso poema de despedida; 

"Voy a dormir, nodriza mía, 

acuéstame... 

si él llama le dices que no insista, 

que he salido..."  

Silvia Plath se durmió para siempre en su refugio de siempre repleto de gas y Anne Sexton hizo lo propio en un coche lleno de humo denso del tubo de escape. Alejandra Pizarnik, antes de tragarse más de cincuenta cápsulas de barbitúricos, dejó escritos tres versos en los que expresaba su último y desgarrado deseo; 

"No quiero ir 

nada más que hasta el fondo". 

Con la misma sustancia se envenenó y logró alcanzar el fondo de su vida una jovencísima Antonia Pozzi, de tan solo veintiséis años el 2 de diciembre de 1938 tras tomarse cierta cantidad de barbitúricos. Fue encontrada inconsciente en un lugar próximo a la abadía de Chiaravalle, un suburbio de Milán. Murió al día siguiente y fue enterrada en el pequeño y placentero cementerio de Pasturo. La familia se negó a admitir que fue un suicidio, atribuyendo su muerte a una supuesta neumonía. 

La voluntad de Antonia Pozzi fue destruida por su padre. A pesar de ello, sus poemas inéditos y escritos en libretas a modo de diario, fueron editados por su padre después de cambiar algunas palabras. 

"Déjenme, dejen que yo sea 

una cosa de nadie 

por estas viejas calles 

donde la noche se ahonda. 

Déjenme, dejen que me pierda, 

sombra en la sombra, 

dos cálices mis ojos que se elevan 

hacia la última luz. 

No me pregunten, qué es lo que quiero, 

qué es lo que soy, 

si para mi en la multitud está el vacío 

y el vacío es la arcana multitud de mis fantasmas. 

Y no busquen lo que busco 

si el más pálido cielo ilumina 

la puerta de esta iglesia y me hace entrar. 

No pregunten si rezo y a quién rezo y porqué rezo. 

Entro solamente para tener un respiro 

y un banco y el silencio 

donde las cosas hablen hermanadas. 

Porque soy una cosa, 

una cosa de nadie que vaga 

por las calles antiguas de su mundo, 

dos cálices mis ojos 

que se elevan hacia la última luz. 

Pienso esta noche en la leyenda del Pájaro de Fuego, 

en su aparición en la espesura, 

en su canto liberador. 

Y todos hablan del joven príncipe, 

y del sueño de sus enemigos, y de su salvación. 

Nadie piensa en el árbol oscuro 

donde apareció el pájaro la primera noche. 

Nadie piensa en la vida del árbol 

después de aquella noche, 

ya sin el fulgor de las alas mágicas. 

Sólo yo sé que el árbol vive 

de nostalgia y de espera, 

y que alrededor ve a la gente que pasa, 

pero que no hay vestimenta llamativa 

que para él valga 

lo que el esplendor del Pájaro desaparecido. 

El árbol no sabe ya para quién es su florecer, 

y por cada hoja que brota se retuerce 

en lo más íntimo de sus fibras. 

El árbol ya no sabe a quién ofrecer 

su sacrificio primaveral, 

y espera la noche, la noche negra sin estrellas, 

sin fuentes, la hora del oscuro silencio, 

cuando desde sus profundas raíces, 

en un fulgor extremo y cegador, 

le surgirá, le correrá por el tronco 

hasta la cima de sus frondas, 

su único bien: el recuerdo ardiente del Pájaro. 

Quien me saluda no sabe que he vivido otra vida, 

como quien narra una fábula o una parábola sagrada. 

Porque tu eres mi inocencia; 

tú como una ola blanca de tristeza 

cayendo sobre el rostro si te llamaba 

con labios impuros; 

tú como lágrimas dulces 

corriendo en lo profundo de los ojos 

si mirabas a lo alto y de ese modo te parecía más bella. 

Tú velo de mi juventud, mi vestido claro, 

verdad desvanecida o nudo reluciente 

de toda una vida que fue, quizá, soñada. 

Oh, por haberte soñado, mi vida querida, 

bendigo los días que quedan, 

las ramas muertas de todos los días 

que quedan que necesito para llorar por ti. 

Después del beso, 

salimos de la sombra del olmo 

para regresar sobra la calle; 

sonreíamos a la mañana como niños contentos. 

La unión de nuestras manos 

creaba una concha sólida 

que custodiaba la tranquilidad. 

Y yo lloraba como si fueras un santo 

que calma la absurda tormenta 

y camina sobre el lago. 

Yo era el alba en el cielo inmenso 

del verano sobre interminables 

extensiones de trigo. 

Y mi corazón, 

una alondra que conciliaba la serenidad 

con su canto. 

Si entiendo eso que quisiste decir, no verte más, 

creo que mi vida aquí se acabaría. 

Para mi la tierra es solamente este palmo que piso 

y el otro que pisas tú; 

el resto es aire en el cual navegan 

balsas dispersas para encontrarnos. 

De hecho, a veces surgen hilos de algodón 

en el cielo limpio 

o plumas de pequeñas nubes a la distancia, 

y quien mire desde allá, 

verá una nube sola que se aleja en un pequeño instante. 

Cuando te regalé mis recuerdos de niña, 

lo agradeciste; 

mencionaste que era como 

si quisiera comenzar de nuevo la vida 

para dártela entera. 

Ahora ya nadie extrae de las sombras 

a la pequeña y ligera persona que fue 

un alba breve, la muñequita. 

Ahora nadie se inclina a la orilla 

de mi cuna perdida. 

Alma, y tú has entrado en el camino de la muerte. 

Aseguraste que ibas a permanecer 

para eso que no fuimos, 

para aquello que fuimos y no seremos más.  

Que en ti podría fluir el agua sepultada, 

retornar los muertos y 

habitar los que no han nacido. 

Que la poesía, tan querida por nosotros 

pero nunca dispersa por el corazón, 

la ibas a cantar con gritos de niño. 

La única espiga entre dos cultivos difusos, 

eres tú, el retoño de nuestra inocencia 

bajo el sol. 

Pero te quedaste allá abajo, 

con los muertos, con los que no han nacido, 

con el agua sepultada. 

El alba ya se apagó 

con la luz de la últimas estrellas; 

ahora no necesita tierra, 

sino solamente el ataúd de tu corazón enterrado". 

Emitido en el programa #DondeFlorecenLosAlmendros el día 3 de junio de 2021. Un programa de @radioletrarium