El aire también nos acompañó toda la tarde. Hasta que en el paraíso terrenal se hizo de noche. En la mochila llevábamos literatura y agua. Un viaje literario decía Paolo. Total era subir el acantilado para ver la puesta de sol.
Cada día igual. Mil fotos habré hecho y ninguna igual. Ni el color, ni la forma, ni el aroma. Detrás del horizonte del mar o detrás del horizonte de la montaña o el campo. Dice Paolo que el sol cuando se pone se queda en su purgatorio hasta que se hace de noche. Ves la luz pero el sol ya no está.
Y quiero concentrarme y escribir. Las anécdotas se convierten en historia, leyendas o relatos breves. Pero no me puedo concentrar. Tengo en la mesa de al lado a un capullo con un móvil que llama y llama. No para. Compulsivamente marca y pregunta "qué hase"? Dice "ajá" y cuelga. Luego llama a otro y a otro. Quizá otro día esté libre de capullos ociosos.
Paolo me espera al comienzo del camino. Es tortuoso y empinado. Pero el viento corre y refresca. Subimos a la sombra de las encinas y de algún pino desubicado. Paramos en un recodo para mirar el mediterráneo y beber un poco de agua fresca. El silencio estremece.
Le queda poco al sol para ponerse. El mismo tiempo que tenemos nosotros para llegar arriba del acantilado y sentarnos para verlo. Otra gente hace lo mismo. Seres humanos sensibles que venimos a deleitarnos. A que se nos ponga la piel de gallina. Ese momento supera al amanecer. Paolo piensa igual. Luego de todo bajamos con el estado de ánimo tranquilo.
En el pueblo nos esperan otros en el bar de Pepe. Que son las fiestas patronales y hay verbenas y entretenimientos. Grupos musicales que amenizan la noche pero que no ponen canciones de Mari Trini. Los medio adolescentes están semisentados sobre sus motocicletas. Vaso en mano y un pie sobre el casco. Un pamboli y una cerveza. Ya hablé del paraíso.
La vida en verano, a veces, sólo es eso. Y ya es mucho. Salud.