Hace poco se encontraron unas hojas escritas y firmadas por Sor Clara de Jesús. "La vida no tiene porqué ser una falsedad. Me he acostumbrado a mi cuerpo finito. Me asusta la eternidad de mi alma. Me gobierna la necesidad diaria. Me tranquiliza esa delicada luz otoñal". Seguían unos trazos nerviosos de un plumín desafilado. Estaba escrito por una mano nerviosa y un alma en pena. Era lo que conocía del mundo, seguramente.
Y seguía. "Los tiempos pasan. En el mejor de los casos, cambian. Las ilusiones se desvanecen y también las esperanzas. Las personas más allegadas se mueren. Son otras monjas. Mis compañeras. Nos quedamos solas con el mar y las montañas. Ninguna de las dos cosas las puedo ver pero las recuerdo de mi infancia".
Cuenta que el Padre Cosme, su confesor, le decía siempre: "Nada sabemos del día y la hora de nuestra muerte. Hemos de estar preparados para el último día. Pero no podemos descuidar vivir la vida de forma sabia mientras dure. Dios sólo te perdonará aquello de lo que te arrepientas. Que siempre habrá algún pecado o momento poco virtuoso". Las confesiones eran siempre las mismas. En una clausura poca cosa más podía perturbarla. Quizá sólo la imaginación. "Padre Cosme, he sentido los instintos carnales. Ya sé que Dios nos pone a prueba y hace que el diablo nos tiente". Y la voz de siempre del otro lado del confesionario. "Pues reza y trabaja. Somos hijos del esfuerzo".
Describe una huerta anexa al convento que dispone de un aljibe al aire libre. Disimuladamente, las hermanas se miran de reojo en los reflejos del agua mansa que allí reposa. Se aprecian en blanco y negro y algo distorsionadas. Se diría que se ven igual todos los días. Los años no pasan para ellas mismas. Pero si para las demás. Viven juntas pero están solas. La soledad se vive sobre todo en la habitación.
No tienen fotografías de sus seres queridos. El obispo y la madre abadesa no lo permiten para que no afloren los sentimientos de posesión o pertenencia. Está escrito en las normas que no posean nada suyo. Sólo poseen el amor de Dios y éste las posee a ellas porque las creó. Veneran una talla de madera y unos lienzos con motivos de ángeles y santos. De rodillas. En señal de sumisión. Pidiendo perdón por sus pecados. A todas horas y todos los días. No se cuestionan nada más.
Habitaciones sin vistas y sin ruidos. Una pintura de un Dios joven y con el cabello largo y barba. Los hábitos son pesados y huelen a humedad. Ni sonrisas ni sosiego. Momentos perturbadores cuando se es joven porque no han conocido otra cosa o simplemente ya no recuerdan. "Debo de cumplir años. Pero he perdido la cuenta. Ya no sé cuantos tengo. Converso con ese Dios muerto y resucitado que me dará la vida eterna. Pero sigo teniendo sueños íntimos y clandestinos de habitación de convento de clausura".
La libido no muere entre cuatro paredes. Eso es pecar. Y por eso hay que pedir perdón. Una existencia simple. Una vida ocultada al mundo de afuera. Agradecidas siempre. Aventuras y experiencias que no pueden compartir. No hace falta correr. El destino llega rápido. Con el tiempo ya no hay un afuera. Sólo el mundo interior. La madre abadesa indica el camino a seguir. Sólo hay uno. No hay cicatrices donde no ha habido heridas.
El silencio se impone normal. Todas quieren ser santas pero no saben cómo dejar huella. Los años se van borrando menos en sus rostros de piel seca y rugosa pese a la humedad. Se saben de memoria la vida de los santos que leen en la capilla y en el refectorio. En una esquina del huerto hay un pequeño cementerio. Sin nombres ni fechas. Otro dato para no recordar. Los días son iguales al anterior. Cada una tiene que cuidar de su hábito y de su alma. A pesar de que ninguna de las dos cosas les pertenece.
Corría el año del Señor de 1836. Era invierno y llegó Mendizábal. Expropió y amortizó. Y resultó que había otra vida. Otros conventos. Otras personas. Todo muy distinto. Aparecieron problemas que no supieron afrontar. Durante mucho tiempo se preguntaron si fue obra de Dios. Y si fue una dicha o un sufrimiento. Salud.