Hay un recodo en el camino.
En la inmensidad del bosque.
Subiendo al acantilado.
El camino es empinado y exigente. Difícil y tortuoso. Complicado de andar y avanzar. Pero vale la pena cuando llegas al recodo.
Es el momento de pensar y descansar. Hacer tiempo hasta la puesta de sol. Aquí se viene a estas cosas.
Hay una roca a la sombra de las encinas para sentarse. Una fuente de agua fresca para saciar la sed y poder seguir camino.
Es un momento atemporal de un estado de ánimo infinito. Cabe de todo. Lo real, lo ficticio y lo imaginable. El recodo de las utopías y las verdades asumibles. El recodo de pensar.
Quise hablarle a la naturaleza. Abrí la boca y de mi garganta salió un silencio muy elocuente que lo decía todo. Esa atracción invisible e inexplicable de mantener una conversación entre mi persona y la tranquila naturaleza que me acoge.
Somos grandes amigos. Medité largamente y comprendí la libertad. La del árbol, la hierba, la flor silvestre, las piedras, las hojas secas del suelo, las nubes, y la lluvia. La luz, la oscuridad y el silencio. Del aire y el viento. Y el ruido de la vida que el bosque guarda. Que a veces enseña y a veces esconde.
Pero antes hay que andar este camino complejo. De subidas empinadas y bajadas deslizantes. Aún teniendo los ojos abiertos dejé de mirar. Para poder pensar. Luego los cerré para verte. Sabía qué decirte pero no sabía cómo decirte. El viento me daba palmadas de ánimo en la espalda. Sentí frío y calor a la vez. Me vi desnudo y no me importó porque tenía letras y palabras. Formaba parte de esta naturaleza que anda su camino. De día y de noche.
Vi que el infinito llegó y se fusionó con el horizonte como dos amantes. El sol se pone en este punto y se hunde en el mar para dormir. Cada día, como todos.
El viento no para de agitar ramas y mover hojas. Las nubes empiezan a llorar sobre mi acompañadas de truenos que rompen el silencio y de relámpagos que rompen la oscuridad en mil pedazos. Yo, en el recodo sentado sobre la piedra sin bienes materiales. Sólo la mente interactuando con lo salido de la nada. Atrapado en el vértigo de la vida. Esa que te domina y que al final te deja.
Quiero que el instinto y la razón se pongan de acuerdo para encontrar la armonía. No lo consigo. No es posible. Pero encuentro la paz interior. Es evidente que estoy en el camino correcto. En el recodo adecuado.
Me llevo un trozo de pan a la boca con unas flores de romero que le den sabor. Lo ablandé con la saliva y la voluntad. El sabor es agridulce en la boca. Como el sabor de la vida y la naturaleza. Seguí con mi locura y lo normal se convirtió en especial. Lo especial se hizo normal. Llegué a certezas absolutas de la vida a pesar de que la ventisca helaba mis huesos pero no mis pensamientos.
Un poco de sol después de la lluvia. Justo delante de mi se abrió una flor. Tranquila y sin miedos y me contagió. Su belleza me lo puso fácil.
Mis piernas entrecruzadas y con los pies descalzos sobre la tierra para no olvidar nunca de dónde vengo. Cogí los dedos con las manos para calentarlos. La espalda erguida y la mente audaz atreviéndose con pensamientos prohibidos pero deseados. Tuve la sensación, por un momento, que la naturaleza me hablaba. Escuché atento. Pero necesitaba tiempo para comprender. Falta de costumbre. Experiencia sublime este momento en pleno bosque. Querida soledad que acompaña. Sin intermediarios y sin interferencias.
Un pájaro vino a posarse junto a la flor silvestre y a mirarla. Esbocé una sonrisa porque me di cuenta del valor de las cosas simples. Ese valor que le negamos a todo aquello que no vemos. Hay que ir al recodo del camino para darse cuenta. Lo escribo para que lo veáis con los ojos cerrados.
El día gastaba minutos hasta llegar al atardecer. El silencio llegó sin hacer ruido y se quedó a mi lado. No experimenté abatimiento sino todo lo contrario. El atardecer se adentró en el bosque, bajó por la ladera y llegó hasta el mar justo en el momento en que el sol lo tocaba. Ahora mi pensamiento se posó en ti y volví a sonreír.
Encendí un fuego para calentarme. El humo pintó tu silueta y me levanté de la piedra para bailar contigo. Después de un rato te fuiste y del fuego sólo quedó el calor y las cenizas. Estaba envenenado de tanta belleza natural. Toqué la corteza de un pino. Era rugosa. Pero era su corteza natural y aún siendo rugosa lo hacía bello.
Mantuve una relación noble y sincera con mi entorno. Los segundos, minutos y horas pasaron sin darme cuenta. Es el recodo del camino. El momento grato que la vida te reserva si la cuidas. Es el recodo del "Camí de l'Archiduc". Justo en un punto llamado Es mirador. La mejor puesta de sol posible saliendo desde Valldemossa. Aquí y ahora vivo en libertad aunque el sol desaparezca.
Me despedí de la piedra, las hojas, los árboles y sus ramas. Del aire y del viento. De la tormenta. Del pájaro y de la flor. De la lluvia y del frío. De los relámpagos y sus truenos. Cuando la ciudad me agobie y no me deje respirar. Cuando me sienta encarcelado por los acontecimientos, volveré al recodo. Salud.