Anda escorado del lado izquierdo por una cojera. La guerra le había roto un tobillo. Además le había provocado un cansancio anatómico de brazos caídos con joroba desproporcionada.
Cuando llegó de hacer la guerra -en los bandos para no herir sensibilidades- se construyó una casa pequeña colindante con la de sus padres. En un solar compartido con un huerto y un corral de animales con una caseta. La casa tiene los muros gruesos de esos que insonorizan el ruido para darle espacio al silencio. De esos que no dejan pasar el frío del invierno ni el calor del verano. De esos que no escuchas cuando el vecino tose o cierra la puerta. Está situada en un alto del pueblo y se accede por un camino de tierra. Más o menos en condiciones. En verano es un desierto de polvo. En invierno, cuando llueve, pisas un barro espeso que te dificulta la llegada. A cinco minutos a pie de las casas que conforman el núcleo antiguo del pueblo.
Desde este alto se puede ver un mar con genio. Que calmado casi nunca está. Casi dos años le duró construir la casa. Pero ha quedado bien y bonita. Los vecinos se acercan para verla. Es una copia casi exacta de otra que había visto en otro sitio donde había estado haciendo la guerra. Un día le enseñó un dibujo al alcalde. En uno de esos papeles arrugados de envolver. Al alcalde le gustó y le dio permiso para construirla. Así, de palabra. Sin más papeles ni planos. Como se hacían las cosas antes. Con honradez. La casa forma parte del entorno natural. Un anexo de unión entre el pueblo y el bosque. El mar está al otro lado. La separa del mar un terraplén de matorrales y chumberas peinadas tierra adentro. Es el viento que peina así.
Mientras duraron las obras vivió con sus padres. Se ganaba la vida arreglando bicicletas. Aprendió el oficio en el ejército en los ratos libres que no había guerra. Un pequeño taller céntrico. Para moverse por el pueblo es el mejor medio. Es alto, robusto y ágil. Habla tranquilo sin gritar. Tiene una sordera de los cañonazos de la guerra. Algunas noche se despierta pensando estas cosas. La conciencia tiene menoría. Hay cosas que no se olvidad. Yo personalmente creo que necesita un poquito ruido de ternura. Le ha ido bien construir la casa. Lo ha hecho solo. Alguna vez ha necesitado ayuda y se la han ofrecido.
Después de un día duro de trabajo se acerca al terraplén y mira al horizonte. Espera que el sol se ponga. Lo mira detenidamente. Y luego cuando la oscuridad empieza a rodearle se recoge en la casa de sus padres. Más pronto que tarde tendrá la suya. El alcalde se acerca, a veces, para ver cómo avanzan los trabajos. Toman una copa de licor de hierbas. O dos. Que tampoco es cuestión de contarlas. Templan los nervios, espantan las enfermedades y matan los microbios. Y si te pasas se te suelta la lengua y ya no puedes parar. Lo hizo un día y antes de que el alcalde se fuera ya había conseguido una subvención para las vigas de madera y las tejas árabes. Junta la pared con el techo y deja una ventana en medio. O una puerta.
Otro día deshizo la tierra para construir un pozo de agua fresca. Con la tierra que sacó allanó el huerto. Dos años acumulan mucho trabajo. Trabajo hecho en silencio porque necesitas oírlo mientras lo haces. Los golpes en la piedra te hablan de la piedra. La interesante conversación de un cincel o una gubia con la madera. Para conocer su calidad y sus cualidades. El sonido ambiental lo pone el aire y el mar cuando el viento lo maltrata. Ahora la casa está terminada. La satisfacción del trabajo hecho y bien hecho. Ha venido el párroco a bendecirla porque es la tradición. Sigue con su trabajo en el taller de bicicletas y cuando termina hace vida social. Frecuenta lugares buscando moza para compartir la casa y su vida. Le resulta más difícil de lo previsto porque le faltan horas de sociedad. Por cierto, no me he olvidado de poner su nombre. Me ha dicho que no lo ponga porque quiere vivir en el anonimato. Salud.