Esos días de invierno el aire corta la cara aprovechándose del frío. El viento lucha con la morera del jardín y puede con ella porque no tiene hojas. En verano no podrá con la morera ni con los otros árboles de hoja espesa. Las noches de tormenta se pasan en la cama. Es distinto todo. Los truenos no se oyen igual y el frío pasa desapercibido debajo de las sábanas. A la mañana el cielo está nervioso. Descolorido y llorón. Algún trueno quejica. Pero al bosque esto no le importa porque en invierno duerme. Cuando llegue la primavera el cielo volverá a ser el de siempre. Y sólo habrá uno. Ahora hay varios y el más alto que casi nunca se ve es el de color azul. Y se comportará como siempre lo hace después de haber pasado el invierno.
Un poco más lejos hay una casa con un viejo tejado que el viento ha tirado. No tiene miramientos el viento. No vive nadie en esta casa de tejado viejo y derruido. Sólo se aprecian signos de abandono como únicos moradores. De día vive el aire y el silencio. Cuando el sol se pone la oscuridad se acerca a pasar la noche. Duerme en ella. Aquí nadie molesta a nadie. No hay persianas ni cristaleras en las ventanas. Tampoco hay puerta en la entrada. Por eso entra la niebla y el frío. El viento y la luz de la luna. Y el ruido del mar cuando se rompe contra las rocas. Hay unas gallinas, un gallo y otros animales que habitan los alrededores de la casa. Pero no entran. Duermen sobre las ramas de la morera. Hasta el alba. El gallo se despierta y nos despierta. Esta noche ha llovido mucho y la tierra se ha ablandado. El sol es tímido y quiere secarla. Pero es un sol de invierno y no puede. El viento también lo intenta pero la lluvia insiste. Así no se puede.
Hoy he entrado en la casa para oír y oler el pasado. Nadie quiere acompañarme. Estremecen las pisadas y el ruido de la madera vieja. Son crujidos de dolor. El eco no sale de la casa. No quiere que se sepa lo que allí paso. Yo paro un momento la lectura y pienso en la historia de la casa del tejado por los suelos. De esos ratos que ya estás encamado esperando que el sueño venga. Y no viene. Y sigo leyendo que hay un anciano muy mayor que vive muy cerca. En una casa con un faro justo sobre el acantilado. El mar de frente. Dice que vive en los confines de la tierra. Está orgulloso. Sabe que después de él nadie seguirá allí. Después del faro ya no hay tierra. Todo el mar a sus pies. Hasta dónde le alcanza la vista. Cuenta que el viento llega hasta el faro y se da la vuelta. Vuelve tierra adentro con más fuerza. Coge humedad y salobre y regresa sobre sus pasos.
El faro donde vive el anciano muy mayor y que se encuentra en los confines de la tierra está colindante con una ermita. Dicen los lugareños que los santos de la ermita están petrificados por el frío que el viento trae. Cada domingo el cura dice misa y la ermita se llena de gente que reza y canta. Cuando llega el sermón el cura libera su imaginación ante el silencio de los feligreses. En estas aguas fue dónde Noé soltó la paloma. Oh! Y que al rato volvió al arca con una rama de olivo en el pico. Ahora no hay olivos, pero antes, si. Desembarcaron todos los animales y se quedaron las gallinas, unas vacas, ovejas y poco más. Son las que cuida en anciano del faro y que se pasean por la casa derruida. Sin tejado. Todo cuadra. Es una señal inequívoca que manda Dios. Los parroquianos no parpadean. Viven en lugar sagrado.
No todos los pueblos costeros están en los confines de la tierra. Ni en toldos ellos hay un anciano que cuida un faro y algunos animales. Y mucho menos tienen un trozo de mar donde Noé dejó ir a los animales después de llover tanto. Por todo esto se levantó la ermita que llaman de Noé y que tiene los santos petrificados de frío. Es fácil de reconocer porque el viento aprovecha el faro para dar la vuelta. Acaba de llegar el sueño. Salud.