Visito a mi librero de cabecera cada semana. Más o menos. Pido hora y me da cita. Algunos logros sociales que todavía no nos han quitado. La librería es bastante grande. Los libros están debidamente colocados y clasificados en sus estanterías. Un extraordinario trabajo que realiza en compañía de su hijo. Apasionado de las letras, también, y que quiere seguir la tradición familiar. Me parece elegante y eficaz la manera de catalogar y exponer los libros para la venta.
Mi librero me conoce desde que era pequeño. De cuando leía cuentos y tebeos. Son muchas horas. Conoce todo sobre mi vida literaria. Sabe qué autores me gustan y los que no. Cuales he leído o releído. Aquellos que no quiero leer porque escriben cosas que no me interesan. Conoce mis gustos literarios y me aconseja. Porque él es librero. Igual que fueron su padre y su abuelo y que será su hijo. Se conoce bien los autores y sus obras. De todas formas, antes de hablar, me deja que me pasee por entre las estanterías y coja algunos libros. Me deja que los toque. Los miro. Leo algunos párrafos. Nunca voy con prisa. A estos sitios se va con tiempo. Esto ya lo he comentado en otras ocasiones.
Llevo algún libro a una de las mesas que hay en la entrada. Mesas de forja y mármol redondas. Me sirve un café y se sienta a mi lado. Le comento cosas de las que he leído. Me explica cosas de los libros que he cogido y de sus autores. Siempre me sorprende. Hace tiempo que me ha prescrito lectura diaria y escritura en los momentos de inspirada lucidez. Ratos de pensar. La lectura, mayormente, de ensayo. Le hago caso porque es mi librero de cabecera y sabe de su profesión. A todo esto su hijo sigue manoseando libros cuidadosamente para colocarlos en los estantes o sobre las mesas expositoras. El tiempo pasa. Me siento cómodo hablando. Reconozco que salgo renovado. Hay más gente en la librería. Pero pasan inadvertidos. Cada uno a lo suyo. Hay pocas mesas y en un momento se han llenado.
Siempre he pensado y defendido la idea de la libre elección de librero de cabecera. Igual que haces con el médico. Que la salud mental es tan importante como la otra. Una librería en la que te sientas cómodo. Un librero que entienda de su oficio. Escucha. Habla. Asesora. Recomienda. Incluso prescribe. Me saca de apuros. Estas cosas entran dentro de lo que hemos bautizado como el estado del bienestar. Logros sociales a los que no tenemos que renunciar. Hay que luchar para mantenerlos. A pesar de Wert y de su 21% de IVA. Tengo derecho a tener mi librero de cabecera en una librería de mi barrio. Su filosofía de la vida literaria se basa en la idea de Umbral. Aquello de que la literatura va más allá de la propia palabra escrita. Motivos para vivir, leer y escribir. Para pensar. Para dormir sin tener que tomar pastillas que luego me producen resaca.
Me prescribe un libro. Llego a casa y empiezo a leer. No logro avanzar. Puro ensayo. A cada párrafo tengo que parar y pensar. Una joya de la literatura. Escribir conclusiones. No es que esté de acuerdo con todo lo que leo pero me da que pensar. Ideas al aire. Frases a medio terminar. Pinceladas sobre un pensamiento y, ahí queda. Sus finales no tienen porqué ser mis finales. Se lo comentaré a mi librero en la próxima visita de la semana que viene. Tengo momentos de aciertos y momentos de baches que supero. Sigo con la lectura con un pensamiento libre. Escribo sobre bases sólidas. Escritos de ficción. Escribo lo que realmente me gustaría que alguien hubiera escrito para mí. Mi librero me comenta. Uno lee para sí mismo pero escribe para los demás. Esto complica las cosas.
Hoy es un día especial para mi librero. Es el día de las librerías y tendrá abierto hasta tarde. La gente entra a mirar y a comentar mientras toma un café en compañía de otros que también les gusta leer. Se asesoran y compran. Hoy tiene un aprendiz de librero que le ayuda. Está espabilado el mozo. Se ha hecho tarde. Me llevo lo que mi librero de cabecera me ha recetado "La belleza convulsa" de Francisco Umbral. Salud.