Acabo de abrir la libreta de todos los días para escribir algo. La que compagina literatura, imaginación, memoria, reflexiones, viajes e identidad personal. Esto dice el reverso de la libreta de una marca conocida y cara. Es muy funcional y versátil y te la puedes llevar a cualquier parte porque cabe en cualquier bolsillo con un lápiz incluido. Sólo de mirarla, abrirla y olerla, la pluma se pone a escribir instintivamente. Pero ahora mismo me coge a cierta altura. Más de setecientos metros. He venido a ver la montaña o la tierra alta. Le hago compañía y ella a mi, mientras pasamos el día juntos. Pero creo que hoy no ha sido una buena idea. O quizá si. Un viento frío me empuja con fuerza y me quiere tirar. Resisto aunque me cuesta. Cuando el viento me da en la cara me cuesta respirar. Avanzo con pie sereno, seguro y casi a tientas. Al viento se le ha unido la lluvia y forman una ventisca exagerada para la época del año. Una lucha en las alturas y todo por querer visitar la montaña o tierra alta. La que tiene el aire limpio, el viento fresco y carece de ruido. Aquí me desconecto de la otra vida de la tierra baja. La que estresa y crispa.
Es la tierra alta. La cima de la montaña. La de todos los que venimos cuando tenemos necesidad de quietud y perspectiva. La que cuando llegas te tiene preparada una sombra en un recodo y una piedra donde sentarte. Pero hoy toca ventisca de la fuerte. Veo cumbres, nubes y una cortina de agua de lluvia sin casi levantar la vista. La naturaleza a partir de cierta altura no te proporciona demasiadas comodidades ni te pone las cosas fáciles. Pero yo ya lo se de otras veces. Es el precio a pagar por huir de la tierra baja de los ruidos y las prisas. De los agobios y esas cosas. Bien vale una ventisca y que te de en plena cara.