miércoles, 9 de mayo de 2012

El ciprés y el limonero

Esta entrada debe considerarse como una continuación de Can Savellà, 27. Forma parte de la vida y costumbres de la gente de una barriada antigua y céntrica. De las cosas que había y que ocurrieron. Mencioné la Basílica de San Francisco que a su vez es convento de los frailes franciscanos y colegio concertado. Yo estudié en este colegio y además fui monaguillo. Era costumbre y es lo que debía de ser en aquellos tiempos. Así fue pues. Me pillaba cerca de mi casa. Apenas unos cien metros de la casa donde me trajeron al mundo. Dónde me nacieron como dicen ahora.
La Basílica es majestuosa por dentro y por fuera e incluso bien podría confundirse fácilmente con una catedral. Inmensa. Tanto en el reportaje como en la realidad que yo viví había silencio. Ningún ruido. No había coches. Sólo calesas tiradas por un caballo repleto de cascabeles y sus turistas. Jugábamos a fútbol en la misma plaza donde ahora no cabe un alfiler. Es un parking de coches masificado. Además de jugar en la plaza también lo hacíamos en el mismo claustro gótico del convento. Los domingos y las fiestas de guardar asistíamos como monaguillos a las celebraciones eucarísticas. Otro de nuestros cometidos era guiar a los turistas que visitaban la iglesia, el claustro gótico y algunas dependencias del convento. Nos habían enseñado unas frases en otros idiomas que habíamos memorizado y que reproducíamos sin saber su significado pero que a buen seguro gustaban a los turistas que luego nos dejaban buenas propinas.
El claustro gótico, como digo, es grande, cuadrado y dispone de un gran jardín dividido en cuatro partes separadas por amplios pasillos de marés que se juntan en el centro dónde hay una fuente o pozo de agua fresca. Este pozo central servía, en tiempos de sequía extrema, para abastecer de agua a toda la ciudadanía que acudía con jarras y otros utensilios. Cuentan en los tratados de historia, y así lo reproduzco, que nunca jamás se terminó el agua. El jardín del claustro, he dicho, está dividido en cuatro partes iguales y en cada una de ellas hay un árbol con significado. Dos de ellos son un inmenso limonero y un naranjo que ocupan dos partes de las cuatro. El motivo, aparte del fruto, es que cuando un fraile franciscano fallece se depositan en el ataúd flores del limonero y del naranjo porque nunca se pudren sino que se marchitan y se secan y simboliza la vida eterna que les espera. La vida que los creyentes dicen que hay después de la muerte. Las flores se mantendrán secas por los siglos. Nunca se pudren. Siempre me resultó romántica y estética está versión de las cosas. Otro de los árboles que hay plantados desde no se sabe cuando es un ciprés tan alto como el mismo convento y tan ancho que no se puede abarcar entre varias personas. Este es un árbol que se puede encontrar en casi todos los conventos que dispongan de claustro o jardín. Simboliza la rectitud y todas las connotaciones que ello conlleva para estas personas que dedican su vida a la oración a la contemplación y juran obediencia. Los claustros son sombríos y el ciprés crece recto en busca de la luz. Los franciscanos lo tienen presente en su actitud ante la vida. El cuarto árbol en cuestión es una palmera que simboliza que estamos en tierras mediterráneas. 
Nuestra misión era explicar esto a los turistas en su idioma y que acudían en masa con calesas tiradas por caballos y cascabeles. Pagaban gustosos una entrada. Hacían sus fotos. Escuchaban nuestras explicaciones. Compraban recuerdos hechos con madera de olivo y se volvían después de dejar una buena propina. Al final del día íbamos a una tienda que había en la calle Troncoso a comprar una Piña Orambo que nos bebíamos en un pis pas. Salud.